La mirada indiscreta
En el narrador ese ejercicio de testeo, de mirada indiscreta, si se quiere –nos dice Edinson Martínez– tiene un propósito muy específico: crear una realidad con fines literarios.
En el narrador ese ejercicio de testeo, de mirada indiscreta, si se quiere –nos dice Edinson Martínez– tiene un propósito muy específico: crear una realidad con fines literarios.
Por Edinson Martínez (@emartz1)
Ciudad Ojeda, Venezuela, 29 de septiembre de 2023 (Neotraba)
“Dime una cosa, ¿estás dispuesta a vivir 100 años? Entonces vente conmigo”. ¿Dónde lo leí?… ¿De dónde me viene esa docena de palabras y, por qué las recordé, justo cuando le abría la puerta a una desconocida para ingresar al lugar del cual ya me iba?…
Me quedé pensando en eso durante un rato, un poco distraído, arañando en la memoria para recordar aquella afirmación precedida de tan extravagante interrogante.
La mujer pasó a mi lado y apenas notó mi presencia, la seguí con una mirada prudente y me alejé en medio de un silencio caviloso.
En la calle, retirándome de aquel sitio, una nube tóxica asociada a un súbito estallido de combustión sonando atronador, inundó todo a su alrededor. Entonces vi a dos sujetos metidos en el capó de un carro al que intentaban encender una y otra vez, como si fuesen paramédicos luchando por reanimar a un paciente. El motor del vehículo una vez que conseguía ponerse en funcionamiento, casi al instante, se desmayaba y lanzaba un estruendo burlón para dejar como dos pasmarotes a sus exasperados socorristas. La causa del desperfecto mecánico se sabría días después cuando, finalmente, se convertiría en una queja general: la calidad de la gasolina era tan deficiente que dañaba filtros y bombas, además de los inyectores y bujías.
En una de las esquinas del ahora desamparado casco central de la ciudad, un joven perseguido por los resplandores feroces del sol de las tres de la tarde, cruza la avenida a toda prisa, caminando erguido con un cigarrillo humeante entre los dedos de su mano derecha, seguro de sí sobre el trayecto que media un extremo del otro de la vía, los pocos vehículos acercándonos a la intersección, curiosamente respetando el semáforo, de pronto notamos que el sujeto se detiene en el centro, paralizado completamente, como congelado, pareciendo una foto o una escultura, que si antes no le hubiéramos visto su andar decidido, podríamos creer que estaba sembrado como una estaca en plena carretera para molestarnos. “¿Será esto un desvarío de mi parte?”, me pregunté.
El joven, flaco como una vara, no se movía, los brazos proyectaban estáticos sus gestos de caminante apresurado, luciendo desalineados, como suspendidos en el aire cada uno por su cuenta, con el cigarrillo en la mano despidiendo una lerda nube de humo. Las piernas, una delante de la otra, figuraban los pasos que llevaba en el momento de atiesarse. Asimismo, su rostro, de medio lado, perpendicular a su cuerpo, nos apuntaba como una estatua, rígido, con una sonrisa cansada y una mirada sólida clavada en el vacío.
La primera impresión que tuve fue la de creer que era algún descocado haciendo uno de sus disparates habituales, sin embargo, por simple instinto, corrí mi vista en derredor, miré el semáforo para cerciorarme de su funcionamiento; me fijé en el follaje animado de los árboles para ver dibujándose las formas del viento, y presté atención a las otras personas que se desplazaban en las cercanías, entonces, ya tuve la convicción de que la vida transcurría.
En un tris, el hombre reanudó su marcha, como si el mismo interruptor que le había desactivado lo reanimara en seguida. Cruzó la esquina con aire resuelto, tal como antes venía, y como si nada hubiera sucedido, continuó su rumbo por el vientre canicular de la ciudad en ruinas. A veces he creído que aquel instante fue como una burbuja en el tiempo, tuve la idea de que, en efecto, el mundo se había paralizado en una fracción tan imperceptiblemente pequeña que nadie lo había notado, como ocurría en esas películas de ficción del viejo cine en blanco y negro de mi adolescencia.
Estas fabulaciones pese a que, en efecto, todos los hechos referidos ocurrieron en realidad –como han de imaginar–, son meras conjeturas del oficio de escritor. Digamos que fueron apreciados con la intención de encontrar una materialidad que no poseen, que no existe en ellos, y en tal sentido, se convierten en la levadura de la alquimia creativa que a veces absorta a un narrador, incluso, podría decirse –se me ocurre pensar– que, hasta en la vida cotidiana, quizás nos encontremos con personas buscando identificar en otros sus particulares desasosiegos. ¿Y si cada quien sólo viera en el conjunto aquello que le obsesiona? Entonces, los celosos únicamente tendrían ojos para ver infieles por doquier; los policías a los malvivientes; los médicos, a los signos del enfermo en el paciente que aún no tiene. El político, a un seguidor tras cada gesto inocente y, el escritor, a sus personajes del próximo libro.
En el narrador ese ejercicio de testeo, de mirada indiscreta, si se quiere, tiene un propósito muy específico: crear una realidad con fines literarios.
El escritor venezolano Eduardo Liendo en su artículo En torno al oficio de escritor en Literales de TalCual el 21 y 22 de enero de 2012, nos comenta respecto al tema narrativo lo siguiente:
“La capacidad de observación es otra de las cualidades que parecen idóneas para el oficio de escritor. En este sentido es importante agudizar una curiosidad continua. Aunque su propósito no sea el de reproducir la realidad sino recrearla, las observaciones que el autor realiza de esa realidad real son fundamentales para nutrir su imaginación. De manera que normalmente el escritor se mantiene abierto y receptivo ante aquellos hechos significativos que la vida le ofrece.”
Tenía quince años cuando leí por primera vez a Julio Cortázar, recuerdo haberlo hecho en una compilación de cuentos que tenía el título de La isla a mediodía y otros relatos, de Salvat Editores (1971), cuya edición tiene un prólogo de Ana María Matute tan exquisito como el propio libro que, en realidad, lo aprecié mucho después. La obra agrupa doce cuentos formidables, entre ellos algunos de los más conocidos del escritor: “Casa tomada”, “El perseguidor”, “Carta a una señorita en París” y, uno de mis preferidos, “La autopista del Sur”, del cual siempre me acuerdo cada vez que estoy en una de esas insufribles colas para cargar gasolina, entonces, todos los estados de ánimo que un humano puede experimentar en su vida, se rebelan impetuosos durante la agobiante espera.
Y es ahí, en momentos como esos, cuando de pronto, de manera inesperada, germina la idea de una creación literaria, de una materialidad fantástica a punto de convertirse en un texto. Así me sucedió durante los días del infausto mega apagón eléctrico de marzo de 2019, cuando decidí escribir Las horas perdidas (2021). Aquella realidad de cinco días continuos tuvo tanta seducción surrealista en sí misma, que la ficción doblegaba su vuelo imaginativo ante ella, así que, a diferencia de otros momentos, a la observación habitual para estos fines, muy poco debí agregar, y creo que así lo hice sin que la novela llegara a convertirse en un reportaje periodístico a modo de crónica testimonial.
Cuando leí el cuento “La autopista del Sur”, aquella situación dramática de un atasco en una cola de vehículos que alcanza una dimensión fantástica, apenas imaginé el mecanismo literario que lo hizo posible.
“No atardecía nunca, la vibración del sol sobre la pista y las carrocerías dilataba el vértigo hasta la náusea. Los anteojos negros, los pañuelos con agua de colonia en la cabeza, los recursos improvisados para protegerse, para evitar un reflejo chirriante o las bocanadas de los caños de escape a cada avance, se organizaban y perfeccionaban, eran objeto de comunicación y comentario. El ingeniero bajó otra vez para estirar las piernas, cambió unas palabras con la pareja de aire campesino del Ariane que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del 2HP había un Volkswagen con un soldado y una muchacha que parecían recién casados. La tercera fila hacia el exterior dejaba de interesarle porque hubiera tenido que alejarse peligrosamente del 404; veía colores, formas, Mercedes Benz, ID, 4R, Lancia, Skoda, Morris Minor, el catálogo completo. A la izquierda, sobre la pista opuesta, se tendía otra maleza inalcanzable de renault, Anglia, Peugeot, Porsche, Volvo; era tan monótono que al final, después de charlar con los dos hombres del Taunus y de intentar sin éxito un cambio de impresiones con el solitario conductor del Caravelle, no quedaba nada mejor que volver al 404 y reanudar la misma conversación sobre la hora, las distancias y el cine con la muchacha del Dauphine.”
“La autopista del Sur” (1966). Julio Cortázar.
Pues resulta que Cortázar, según nos comenta en 1977 durante una entrevista con Joaquín Soler Serrano en su programa A Fondo, nunca había estado en un atasco automovilístico. De seguro que, como cualquier otro mortal de este tiempo, tenía una idea bastante aproximada de lo que constituye una cola de vehículos y, por tanto, conforme a esa noción general, pudo escribir un relato alimentado de la cotidianidad de un hecho que ocurre con mucha frecuencia en las grandes ciudades. El aspecto destacable de “La autopista del Sur” es su simbolismo, y eso, sí, efectivamente, corresponde a una introspección del autor. Les comparto una sección de la entrevista donde habla del cuento referido y cómo fue que llegó a él.
“…La historia de ese cuento es que yo estaba en Italia y leí un artículo, uno de cuyos fragmentos es el epígrafe del cuento, en donde un ensayista italiano despachaba el problema de los atascos, de los embotellamientos automovilísticos, diciendo que, en definitiva, es una cosa que no tiene ninguna importancia, y a mí me pareció superficial y frívolo decir eso, porque los atascos y los embotellamientos automovilísticos son uno de los signos de esta triste sociedad en que vivimos y uno de los signos más negativos porque prueban una especie de contradicción con la vida humana, es decir, una especie de búsqueda de la desgracia, de la infelicidad, de la exasperación a través de la gran maravilla tecnológica que es el automóvil que debería darnos la libertad y, que vuelta a vuelta, nos está dando las peores consecuencias, entonces me molestó esa frivolidad y creo que, inmediatamente después pensé en el cuento. Ahora yo no había estado jamás en un atasco, jamás, nunca en un atasco, había tenido mis problemas al salir o entrar de París o de Barcelona o de donde fuera, pero nunca en un atasco…”.
Como se aprecia, el escritor tiene una valoración del tema que es previa a la narrativa, y en consecuencia la expresa dándole forma al relato. En el simbolismo de dicha trama se manifiestan al lector las inquietudes de quien escribe, en este caso, por ejemplo, el tiempo, su transcurrir lento y desganado ante un acontecimiento que supera las individualidades, ahí es cuando se rebela el comportamiento humano, resumido en las interacciones que se crean con el paso de las horas; las inquietudes personales y sus expectativas sobre el curso de los hechos. Toda esta narrativa se desarrolla en concordancia, como él mismo lo expresa, con la posición cuestionadora que el autor tiene sobre la sociedad y sus complejidades.
El escritor Alberto Barrera Tyszka, en su libro Alta traición (2008), nos presenta un conjunto de crónicas que ya antes habían sido publicadas semanalmente en el suplemento dominical de El Nacional. “Hay en ellas algo literario, pero también provisional. Se hunden en la historia semanal.”. Escribió en su primera página a modo de presentación. Escogí una de las crónicas para mostrar el ritmo de la observación que hace sobre el tránsito de vehículos en una ciudad como Caracas. Su título es “Dos ruedas”.
“Un carro es un mamífero pesado, lento. Una moto es una lagartija. Más que moverse, se escurren. Van y vienen, cruzan, aceleran, producen extraños sonidos, avanzan, retroceden; aparecen donde menos las esperas, hacen piruetas. Sólo las detiene el invierno. La lluvia logra arrinconarlas debajo de los puentes. Brevemente. Apenas acaban las gotas, regresan. Las lagartijas han tomado Caracas, se rigen por otras leyes, tienen códigos diferentes. No les paran los semáforos, pueden rodar en dirección contraria, a veces utilizan las aceras como canal de contraflujo. Son tantas que no es posible mirarlas…”
Hay tantas maneras de realizar una observación con fines literarios como escritores hay en el mundo, y me atrevería a decir que todas son válidas, a fin de cuentas, cada quien es dueño de su pluma y, por tanto, es libre de ensayar el estilo que mejor prefiera. Quizás por eso Eduardo Liendo afirma:
“Es algo aventurada la tarea de incurrir en generalizaciones para explicar una actividad como la del escritor, en la cual apreciamos el talento del individuo y la singularidad de la obra en un lugar predominante.”
Sin embargo, pienso que no hay observación inocente, es decir, libre del juicio previo cuando el narrador mira una realidad. Y creo que, Jorge Luis Borges, da en el clavo cuando en cierta ocasión nos refiere: “Todo cuento mío, aunque sea fantástico, corresponde a una experiencia personal, sobre todo a una pasión personal”.
Borges es un autor obsesionado por temas existenciales: el tiempo, el olvido, la cábala y las mitologías.
Y obsesionados, probablemente, seamos todos, y muchos de estos temas rondándonos de forma recurrente en nuestras cabezas guían la creación literaria, de modo que, ante la circunstancia de observar una realidad concreta, algunos de los temas que inquietan al autor, terminan finalmente imponiendo su perspectiva. Hace muchos años escribí un artículo cuyo título es “Desde mi ventana”, que luego se convirtió en el nombre de una columna semanal en un diario local, más tarde, en un libro de crónicas literarias. El tema era la ciudad, pero confieso que su título se me ocurrió por una lejana experiencia de mi niñez que, incluso, no relaté sino de modo posterior como epígrafe en otra publicación.
“Recuerdo aquella mañana cuando inclinándome sobre la cama, alcance a mirar la lluvia que caía con fuerza desde temprano, miraba a través de la ventana de mi cuarto. Las romanillas estaban cerradas para evitar la lluvia, descansaban encima de un pequeño frasco de medicinas, de pastillas que, con su tapa de goma a presión, guardaban el tesoro más preciado para mi entonces: un trío de metras de colores azules y verde mar que esperaban por el alivio de mis dolores y fiebre de varios días. Al mover las romanillas, el aire fresco con el aroma de la lluvia, tocaba libre mi cara mocosa mientras miraba decepcionado el campo de juego lleno de agua y lodo, era el patio de mi casa que días después sería el terreno seco y polvoriento que todo jugador de metras anhela.”
Una historia por descubrir. (2016)
Esa escogencia del nombre para la columna fue espontánea en su momento, así lo creía –ya no tanto–, al percatarme de la alusión frecuente a una ventana en varias de mis publicaciones.
Recuerdo que Ernesto Sabato incluye en El túnel una pintura del personaje principal, Juan Pablo Castel, en donde aparece una ventana mostrada de modo aparentemente inocente. Aquel detalle tiene un simbolismo particular, un sino existencialista sobre los abismos de la condición humana en la que se inspira la novela, no es ociosa su presencia en la trama, como no es fortuito el hecho de que el autor de la obra además de escritor, también era pintor.
“Los carros pasan en uno y otro sentido con la misma ritualidad de siempre, como hormigas que se miran y encuentran en diálogo fugaz e imaginario. Nada se parece más a las hormigas, a su rutina existencial, que los carros vistos desde arriba, desde mi ventana.
De vez en cuando me siento a ver la ciudad, a escucharla también, a oír sus quejidos, sus sonidos naturales y artificiales que fundidos en uno solo tienen todos los pueblos y ciudades del mundo, como las personas, también, tienen su color, olor y voces particulares. La identidad, que la naturaleza y nuestras vidas les vamos dando con nuestros quehaceres colectivos, son como inmensos organismos que se van formando y deformando con nuestros aciertos y errores en la forma como interactuamos con ella.”
Desde mi ventana. (1994)
Y, entonces, noto que me he quedado desde siempre en una ventana mirando el mundo que intento encontrar.
“Dime una cosa, ¿estás dispuesta a vivir 100 años? Entonces vente conmigo”. ¿Dónde lo leí?… ¿De dónde me viene esa docena de palabras y, por qué las recordé, justo cuando le abría la puerta a una desconocida para ingresar al lugar del cual ya me iba?…
Me quedé pensando y todavía no recuerdo dónde lo leí, mientras en la calle, como en “La autopista del Sur”, tres cuadras adelante del vehículo averiado, otros continúan esperando para avanzar hacia la estación de gasolina, aún no hay combustible, nadie sabe cuándo habrá, las personas, agotadas, irascibles, apenas si tienen aliento para hablarse. “Cuando al atardecer soplaron bruscamente unas ráfagas tormentosas y el sol se perdió entre las nubes que se alzaban al oeste, la gente se alegró pensando que iba a refrescar. Cayeron algunas gotas, coincidiendo con un avance extraordinario de casi cien metros; a lo lejos brilló un relámpago y el calor subió todavía más.”. Dijo Cortázar al despedirse de La mirada indiscreta.
Nota: Creo pertinente decir que no soy crítico literario ni pretendo en La mirada indiscreta el análisis de los autores mencionados, así que presento de antemano mis disculpas por los desatinos que, un narrador ensimismado como yo, haya cometido al intentar desentrañar la ciencia oculta de la ficción literaria.