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Hermosillo, Sonora, 21 de junio de 2024 (Neotraba)

Todo empezó con la maravilla del verde. A campo abierto. El fruto de la tierra, los surcos y el sudor del campesino.

Todo comenzó con las postales de una mañana antes de alzarse el sol. El pueblo dispuesto, el rumor de los motores, la alegría de trepar en la caja de un coche y en compañía de una runfla de manos que pizcan, hundirnos en la flora.

Días antes llegué al poblado que se llama Miguel Alemán, de la calle doce de la costa de Hermosillo. En la mochila cargaba las ilusiones de una chamba pa’ comer honrado, mercar garra de segunda en el tianguis de la carretera. La suerte, un encanto, conseguí dos trabajos, uno fue el de la pizca de uva, el otro en una taquería levantando platos y barriendo la banqueta. Acomodaba las botellas de sodas, iba tiro y vale por un mandado o dos, que por las tortillas a casa del Beny mi patrón, que una madre más de carbón y rápido porque se acaba.

Las noches de taquería las amenizábamos con una grabadora de muchas bocinas y foquitos colorados, puras de Laberinto y Tropicalísimo apache, los tacos con gordas de maíz recién hechas, mucha cebollita tatemada y aguacate al por mayor. La fila casi interminable esperando por una mesa. Un paso dos y la energía disparada.

Al campo llegábamos antes de las cinco de la mañana, le tupíamos al corte y a las puras doce lonchábamos. Había un maistro que vendía donas y coricos, nos fiaba y el sábado antes de las tres, como relojito, le saldábamos la cuenta.

Había unos arbolones, y debajo unos canalitos por donde pasaba el agua. Allí me topé al Marcial, con un pañuelo en la frente y un gallo en los labios. La plática se prolongó, nos dimos santo y seña, supo entonces que yo era sobrino político de su carnal el Layo. Esa fue la primera vez en que avisté ovnis, clarito descendieron de la nave unos marcianos y se pusieron a fumar con nosotros, por Dios que eran de verdad y el Marcial hasta una feria les tumbó, “ni modo que los vaisas que se dieron sean de barbas”, dijo con una sonrisa entre macabra y silente.

Ya después una víbora que venía entre el agua de los canalitos nos sacaría un buen susto: ni madre, esto no es alucín, comprendimos el Marcial y yo corrimos en chinga por las tijeras y a bajar racimos de uva, otra vez.

Los días y sus noches así: de la pizca a la taquería, las horas muertas las avivaba en el lavadero, tenía una radio de onda corta que usaba baterías medianas, desde esa bocina pequeñita me chutaba los programas más chilos, rolas de Los temerarios, y si giraba la perilla podía car en una frecuencia de la frontera y fue ahí que conocí al grupo La migra: quiero que me recuerdes / con la canción que nos hacía llorar.

El Marcial caía de pronto y la fiesta era inmensa: caguamas, joints, planes, ideas del atraco a la tiendita aquella que vende la pura fayuca. Una vez levantamos un chingo de lamparitas como llaveros, las vendimos en calor, bien rayados: feria para tramos, unos boletos pa’l baile (esa vez tocaron Los ases de Durango), puras cheves de media, las tecates más frías, y ahí, en un lugarcito, serenos, vimos el desfile de morras, bien buenas para el dancing.

Fotografía de Gael Moroyoqui
Fotografía de Gael Moroyoqui

Yo no más fui testigo del tiro, ni pa’l arranque le sirvieron al Marcial, seriecito y todo, más escuálido que flaco, tiró trompones y acertó en la humanidad de Juan y Pedro. Salimos por piernas, todavía no sé cómo se le ocurrió a mi compa piropear a la morra del secre del conjunto, estaba embravecido el tío, fue ahí que pensé en todos los proyectos que cargaba en la mochila, ya no se hizo el volver pa’l barrio, me dije mientras corría, en el estupor y los pulmones a reventar recordé que yo nomás iba a la calle doce a levantar una moneda, luego regresar a la ciudad y poner mi tiendita, pero lo veía bien cerquita, a punto de apañarme de las greñas el más gorila, luego armé la peli: aquí voy a quedar, casi casi sentía el filo de los madrazos en mi frente. Si no hubiera sido porque conocíamos al cienazo las calles y recovecos del terreno, no la hubiera contado. Y el Marcial, pinchi vagazo, hizo como que viró a la derecha, yo lo iba siguiendo, pero de volada regresó a la izquierda y se aventó al canal, desde ahí, solitos como agua serena que baja de la montaña, llegamos hasta el campo donde trabajábamos en la pizca. Nunca olvidaré que las balas zumban.

A la mañana siguiente agarramos la herramienta y a seguir el juego de la vida: un joint, café, rolas, conversaciones y reconstrucción de hechos. Lo más emocionante fue cuando la morra le echó la cerveza en la cara a su novio, eso dijo el Marcial, yo sigo sin entender el chiste o la emoción de la escena. Estaba más cagado que un toro en el ruedo.

Y la vida siguió: pizca, taquería, barrer, andar, soñar, en el deseo de volver a la ciudad y llegar a la casa de la morrita, decirle a mi jefe te traje esta caja de cigarros y un tandito de lana. ¿Quién me ha robado el mes de abril?

Fotografía de Gael Moroyoqui
Fotografía de Gael Moroyoqui

No recuerdo en qué momento le seguí la cura al Marcial, no medité, nomás el resorte en el culo que es impulso y nos tendimos a robar cable de cobre de la subestación que apenas nacía. No pudimos cuajarnos y a la vez, sí. Porque el tronido aun me rebota en la tatema, una lumbrada más enorme que la de un dragón, por poco nos vuela los pelos y las patas. Los cables tenían corriente y de pura suerte que se me ocurrió hacer el cale con un desarmador enteipado. Corrimos sin parar, más veloces que una liebre, hasta llegar al cantón, ese cuarto de cartón que alquilaba por ciento veinte pesos semanales. ¿Es en serio que no estamos muertos?, preguntó el Marcial todavía con la lengua de fuera.

Mientras lo escuchaba veía las maderas, las láminas, la lámpara de petróleo, y concluía: que bellísimo es este cuarto, qué privilegio tenerlo. Todo me parecía hermoso, las láminas de cartón con su olor a aceite quemado fue el perfume más lindo, y una cama hecha de trozos de tarimas, unas cuitas que pergeñé en el tianguis de la carretera, una hielera de hielo seco, una estufa de leña, todos los neceseres que uno necesitan para vivir.

Amanecimos fumando, porque esa noche fui ausencia en la taquería. No hacía falta comer, el monchis lo domábamos con otro joint, y así la revolución de la conciencia se apagaba con un cigarrito bañado, ya para el confort.

Una noche después el Beny me pidió la bola, Eres muy bueno trabajando, güerito, pero vienes cuando te da tu chingada gana. Esa vez me tiró con doscientos pesos y una orden de tacos de frijol que compartí con un indigente, en la plaza. Al indigente lo camarié hasta hacerlo bailar. Por cada uno de los tacos que le daba, él bailaba amorosamente, rítmicamente, una rola del grupo Bacanora, el sonido febril que venía desde la taquería de don Beny. Ey, qué tal, qué tal, me preguntaba el indigente mientras bailaba. Suave, suave, suave, se repetía en el movimiento de sus manos.

Fotografía de Gael Moroyoqui
Fotografía de Gael Moroyoqui

En el campo nos pusieron las cruces, don Meño, el capataz, nos hizo firmar de conformidad el despido bajo amenaza de que si no nos íbamos nos acusaría de robo, ¿cuál jambo?, preguntó Marcial. Con el rostro adusto don Meño le reviró: es mejor que no me hagas hablar. Firmamos la renuncia.

Todo acabó cuando puse en la mochila tres calzones y dos camisetas, un par de tramos y un termo rojo que merqué en el tianguis. La despedida inminente, ya no más reversa, ni con don Beny, ni con don Meño.

Un picapón me levantó en la carretera, serían como las dos de la tarde. Ya no miré patrás, llegué al barrio y un puño de novedades, que la morrita aquella que creía mía se arranó con mi compa el José. Así las apuestas, a la costa de Hermosillo no hubo más retorno.

A los años me enteré, mientras leía un libro de crónicas firmado por Miguel Ángel Avilés, que el Marcial murió en cautiverio en el Cereso uno de Hermosillo. La crónica relata que al Marcial se le pudrieron los huevos, y que poco antes de pirarla se quejaba de a madres: me siento muy mal, dicen que decía.

Supe que sí era el Marcial mi compa, por la destreza, el retrato fiel en la redacción, los pormenores de su perfil. Han pasado los años y voy comprendiendo que uno es muchas personas en su paso por la vida. Ahora, sereno, desde la reconstrucción de lo que he sido, cada vez que visito o paso por el poblado Miguel Alemán, una risa de entre nervios y nostalgia se me dibuja inevitable. Y hasta parece que me echo unos tacos en con don Beny, o un caguamón con el Marcial, cero joint, la edad mutila esa permisión que alguna vez ni reparamos en verla.

Al campo quisiera regresar, pero en la memoria no tengo el menor dato de cuál de todos los campos fue en el que trabajé. Solo me consta la existencia de esa mochila que añoro, los días aquellos que nunca olvidaré.


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