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Tepic, Nayarit, 24 de junio de 2024 (Neotraba)

¿Viste cuando gritás en el garaje de casa y
se vuelve a escuchar tu grito? Pero esa
ya no es tu voz, la segunda vez.

Mariana Enríquez | Nuestra parte de noche

¡Qué astuto, realmente, qué astuto de su parte, fray Andrés de Urdaneta! Suplantar mi identidad con ese doloroso trasplante de mi piel hacia su cuerpo, regresar por donde yo vine, e ir pregonando las tan esperadas noticias del tornaviaje.

Así, con un testimonio de primera mano, con evidencia de mapas y diarios detallados, esos que yo mismo escribí, nadie más iría a la exploración a través de los océanos. Nadie más, en ningún momento del futuro, cometería la torpeza de buscar la salvación navegando en los mares.

Entiendo, en verdad entiendo, porqué su gente decidió eso, Andrés de Urdaneta.

Durante mi juventud fui testigo de las trifulcas y linchamientos hacia gentes que por la desesperación robaban alimentos y jarras de agua en los mercados. Uno, al verse ultrajado y ofendido, defiende la comida y la bebida con su vida, mataría por eso. Exterminaría pueblos enteros que quisieren quitarle a uno sus bosques, sus selvas, sus animales y sus fértiles aguas.

Usted, uno de lo más sabios e intrépidos de su pueblo, con capacidad asombrosa para transformarse como por obra de un misterio fisiológico y médico que desconozco, se dispuso a tomar el rostro que ahora está ausente en mi cráneo; colocándolo sobre su piel, asimilando cada arruga, cada comisura y cada una de las expresiones que algún día fueron mías. Todo esto con enorme facilidad y al cabo de unas semanas pareciéndose tanto a mí, incluso en la voz, en la forma de su discurso y en los ademanes.

Cuánta náusea produjo en mí el verlo con su gran altura, casi doblando a la de cualquier persona, con sus ojos saltones, con sus brazos tan alargados y con ese rostro que de solo verlo sentía desmayos.

Y esa voz de caverna, con cada palabra pronunciada con la misma intensidad que la de un relámpago de una galerna.

Y esos dientes, largos y tan finos como agujas, rebosando en cada palmo de su alargada y fina boca.

¿Se puede decir que eso es una persona, un ser humano?

Pero usted, como cualquiera de su pueblo, esta raza tan extraña que no entiende de las costumbres nobles de los pueblos civilizados, al vernos se encorvaron, desfigurando gravemente cada sección de su cuerpo. Parecióme entonces que estaban siendo aplastados por una fuerza invisible, pues escuché con asco el crujir de sus huesos, la transmigración de sus cabellos y las pieles extendiéndose como lonas con el contorno de los huesos al adquirir la nueva configuración.

Antes eran altos, Andrés de Urdaneta, pero su habilidad para convertirse en casi todo lo que desean, los hizo cambiar de forma en una metamorfosis digna de una visión de una pesadilla y del delirio de un agonizante. De esta manera, su largo cuerpo, se redujo hasta ser de la misma estatura que el nuestro. Sus manos también sufrieron los resquebrajamientos, esos sonidos de ramas rotas, esos cuellos contoneándose en ángulos imposibles, dando más de cinco vueltas sobre el eje de la vértebra cervical, hasta ser una aparición fantasmal.

«Nos parecemos a ustedes», declaró, con gran triunfo, «Solo hace falta tener el mismo rostro».

Yo supuse, Andrés de Urdaneta, que los suyos también tenían esa capacidad inaudita para modificar su cara como la de su cuerpo. Quizás, como en un espejo, nos mirasen largo rato y adquirirán nuestras facciones.

Sin embargo, nada de eso ocurrió.

«El rostro tiene detalles muy finos imposibles de replicar por nuestra anatomía», nos dijo, condescendiente «Nuestro cuerpo no puede llegar a esas sutilezas…»

Aún recuerdo el filo de su cuchillo entrando en las capas del tejido, desde mi nuca hasta el cuello, y cómo tras esta tortura ya no sentí nada sobre mi cabeza. De repente me vi cubierto de sangre y lo vi a usted tomar las pieles de mi cara en actitud triunfante, como quien captura una bandera enemiga. Vi cómo se colocó esa piel mía sobre su cráneo y se burló de que ya sin mi rostro, yo era irreconocible.

«Ahora yo soy tú», fue lo que usted me dijo, Andrés de Urdaneta, con mis pieles de rostro sobre su boca y su nariz y sus ojos «Hablaré en tu nombre, pues tú ya estás muerto».

Una humillación.

La piel de mi rostro, ahora en su cráneo, al inicio resultaba repulsiva a la vista; siendo tirones de piel informes con los líquidos de la sangre y otros humores chorreando como un vómito pestilente hasta derramarse por el suelo.

Una transformación grotesca y nauseabunda de la que fui testigo día a día.

Así, la piel, como una picadura de un insecto, se fue extendiendo, elástica sobre la que usted ya tenía. Sus ojos se asomaban inexpresivos a través de mis párpados hurtados. Sus dientes se iban convirtiendo en los de un humano y se afianzaban en los labios.

Luego, los suyos dieron conjuros para invocar quién sabe qué fuerzas desconocidas, actuando sobre los prodigios ocultos de la naturaleza de los tejidos, para que mi cara, tras esta extirpación, se volviera irreconocible de cuando la tenía yo.

Mientras tanto, mi cara, ya sin los nervios, no sentía nada. Ni el viento, ni el calor ni el frío. La sangre se fue secando sobre los tejidos musculares expuestos a los aires, generando gruesas y profundas costras, como una coraza que al palpar parecía de la textura de una congregación de piedras volcánicas. Y mis ojos, ya sin párpados, perdieron la sensibilidad a las corrientes del aire. Ahora eran simplemente dos bolas rojas, ardientes de venas y vasos dilatados que miraban al mundo con una perpetua neblina blanca.

Se acercaron muchas veces enjambres de moscas que yo espanté con gran convicción, pero algunos de mis hombres no tuvieron el mismo destino, siendo presa de la infestación de los gusanos y muriendo de la forma más horrible.

¿Cuál fue su reacción a todo esto? La risa.

Se rio durante horas sin parar.

Solo que su risa ya no era la que sabía suya, sino que sonaba exactamente a la mía.

Mi rostro fue asimilado por su pie y ya no había tirones informes.

Su rostro era idéntico al mío. Indistinguible.

Cuando usted atravesó el enorme mar del mundo y llegó a las costas de mi patria hizo mímica de todos mis movimientos y para que nadie más nos buscara del otro lado del planeta, dijo lo siguiente a las personas que lo recibieron como un héroe, tras años de tan peligrosa travesía:

«La Tierra tiene un fin y yo he visto los mayores infiernos en sus límites. No vale la pena seguir explorando los mares; no hay nada más allá, no hay cosechas, no hay animales, no hay nada que pueda prolongar la vida. Hay que resignarnos a morir entre los sofocantes vapores de los volcanes de Siberia, tan lejanos, pero cuya influencia ejerce un efecto mortal sobre todas las cosas vivas», estas fueron las palabras que, según me contaron, usted dijo en sus andanzas y trabajos por los caminos y pueblos de Xalisco y Nayarit.

Pero una cosa es cierta, fray Andrés de Urdaneta. Usted y yo sabemos muy bien que, contrario a estas palabras que afirmó con elocuente voz ante los habitantes de mi patria, el mundo es más grande, extendiéndose mucho más allá de lo que nadie jamás ha imaginado. Su pueblo custodiaba celosamente la entrada al paraíso de los archipiélagos del mar de Thetis al otro extremo de la Gran Pangea, zona privilegiada, donde las trampas de Siberia, con su fuego eterno, no lograban surtir efecto alguno, y donde el aislamiento entre las altas cordilleras le permitió a su civilización prosperar entre riquezas naturales durante miles de años, mientras el resto de las formas vivientes del mundo sucumbía a los venenos del aire y de los mares.

Allá, en sus archipiélagos, las aguas claras y mansas eran dichosas de recibir las corrientes de los mares y de las tormentas, no así el resto de la humanidad, asentada en costas más desafortunadas, donde no había lluvia, ni ríos ni lagos ni nada.

¿Existía otra humanidad desperdigada en los demás rincones del mundo?

Quizás no.

¿Quién más podría vivir en un infierno como el de Pangea?

Pero sé que todo esto para usted es un asunto irrelevante.

Lo sé, porque cuando desembarcamos en sus puertos, tras un viaje agonizante a través de las aguas de Panthalassa, hacia el oriente, ustedes nos vieron al borde de la muerte por las pestes que azotaron en el interior de nuestros barcos. Los brotes de la viruela, de los bubos inflamados, y las encías podridas por el escorbuto fueron suficiente para calificarnos de indignos y de débiles. Ustedes no nos escucharon, y desestimaron las razones desesperadas de nuestra expedición cuyo fin era encontrar una nueva ruta marítima a través de Panthalassa, para saciar el hambre de nuestros compatriotas, todo por esos malditos volcanes en el norte del mundo, cuyas cenizas alteraron el clima y liberaron en el aire gases venenosos, corrosivos y pestilentes.

Sus miradas, que eran la suma anatómica de las miradas de perro, de lobo, de serpiente, de lagarto, nos observaban mostrando sus lenguas trífidas, sus altas espaldas con las vértebras prominentes, su piel cubierta de escamas, pelos y deformidades, solo dignas de la concepción de una pesadilla, nos juzgaban. No escucharon tampoco cómo les describí las anteriores expediciones fallidas a través de las costas de Pangea; primero hacia el paso del noreste, a través de miles de islotes volcánicos que mataron de intoxicación a los exploradores; después el caso de las fragatas mercantes que intentaron darle vuelta a la inmensa masa de continente, por el sur, pero solo encontraron océanos con peces y reptiles muertos; y qué decir de las trágicas expediciones a pie a través de los Urales y los Apalaches, inaccesibles en todo sentido y donde la tierra ardía en azufre, lava y ominosa muerte por donde se viera.

En esas montañas, encontramos los restos óseos, enterrados entre la arena, de especímenes de morfología inaudita. Unos lagartos de gran tamaño, con mandíbula prominente y dientes que, de estar viva la criatura, seguro nos hubiera desgarrado. Y sobre la espalda una gran cantidad de vértebras alargadas, como una vela.

Reconocimos ahí, que la criatura era lo que algún tiempo se conoció por Dimetrodon, uno de esos lagartos de gran agresividad que en tiempos mejores vivió en las zonas de bosques y selvas hoy desaparecidas. Lagarto mítico, creído siempre pertenecer al terreno de las fantasías cuando se contaban los mitos del origen del mundo. Pero supimos que todo era cierto. Los Dimetrodones, junto a otros animales de gran envergadura, magníficos en sus extremidades, en sus garras, en sus pieles y en sus habilidades como cazadores, todos ellos, estaban ahora extintos.

Huesos desperdigados entre las dunas de estéril arena, donde además encontramos los remanentes petrificados de troncos de árboles que más bien parecían los restos de un frondoso bosque, ramas y grandes hojas, ahora convertidas en estatuas de minerales.

Encontramos, eso sí, bosques, selvas y toda variedad de ecosistemas, todos muertos, convertidos en recuerdos enterrados en una memoria moribunda de la tierra.

A lo lejos, Andrés de Urdaneta, a lo lejos, sobre las cumbres de los Apalaches, divisamos los valles llenos de lava fulgurante. Y aún más lejos, los Urales; montañas que más bien parecían eternos muros de cuyas cúspides salían interminables humaredas de venenos.

El sol, en esos parajes, no lucía blanco ni amarillo, como suele verse en los lares habituales, sino que se volvía totalmente rojo hasta perderse entre las densas nubes opacas de metales volcánicos.

Debimos irnos de ahí, Andrés de Urdaneta, pues los monzones de lava y de fuego, arreciaban a todas direcciones, quemándolo todo, haciendo de la arena del desierto, en el contacto con la precipitación de sus violentas erupciones, lago de vidrio incandescente que atrapaba a los más desafortunados exploradores y los incendiaba en una hoguera de alaridos agonizantes.

Podría volver a decirle las tantas travesías de mi tierra, el cómo desde que tenía diecisiete años me vi en la necesidad de salir de mi pueblo natal, de ingresar en la orden a la que pertenezco para estudiar la teología y la astronomía; y cómo me aventuré a las expediciones, aprendiendo todo lo que podía, prestando atención a cada forma de las cumbres, a cada soplo de los vientos, a cada contorno de las nubes pestilentes de rayos y lluvias ácidas y a todo accidente geográfico.

Como discípulo de los capitanes lo aprendí todo en cuanto a mis posibilidades y uno tras uno, mis mentores, muertos de venenos, por enfermedades o motines, me convertí yo también en capitán.

No quería repetir los errores pasados, que mis nuevos viajes terminaran en tragedia mientras mi pueblo moría de hambre.

Le dije, Andrés de Urdaneta, le dije a usted con gran detalle cómo tuve que asumir la responsabilidad de las nuevas travesías. Nosotros, humanos inferiores a su monstruosidad.

Ya no ir a los Apalaches y mucho menos por las faldas de los Urales, infestados de fuegos líquidos y océanos inmensos de llamaradas provenientes de las entrañas terrestres.

Nada de eso.

¿A dónde más ir? ¿A dónde más voltear?

El interior del océano fue la última respuesta.

Así, en nuestro último esfuerzo, decidimos explorar la inmensidad de los mares.

Pero tras contar la historia de mi pueblo y las tragedias de los anteriores exploradores, usted, Andrés de Urdaneta y sus confabuladores, fueron preguntando y preguntando sobre nuestro pueblo y nuestra cultura, con desdén y asco. Les conté los rituales de mi orden, el cómo se iniciaba uno, la forma de las vestimentas de los monjes, las materias de las que debíamos instruirnos, los autores que estudiamos y nuestros métodos para cartografiar los mares y continentes. Se lo conté todo y los suyos solo se dedicaban a sacar toda la información que querían, información que, nosotros, débiles, les proporcionamos pues pensamos que tendrían un poco de humanidad y que nos hacían esas preguntas por un verdadero interés de ayudarnos y de formar una nueva alianza, un nuevo pueblo.

Pero veo que ustedes no son humanos, aunque aparentan serlo. Son otra cosa que vive en lo que, ahora lo sé muy bien, es la continuidad del mundo, más allá de los límites.

No son humanos, pues lo que nos han hecho (lo que usted me ha hecho) no tiene nombre y no es digno de nuestra especie. Esto sobrepasa todo precepto moral y rebasa con creces el límite de lo aceptable.

Un humano no se hace con la piel de los demás seres con vida. No se transforma de maneras tan dignas de una pesadilla.

Un humano, una persona de verdad, no habla entre gritos guturales esos rezos que hacen retumbar la tierra mientras cada hueso de su anatomía se va desfigurando para parecerse al receptor de la piel de su nuevo rostro.

Con cuánto desespero escuché la decisión de ejecutarnos por ser, desde su punto de vista, invasores y portadores de la enfermedad del hambre y de la violencia. De ser gentes que traerían a más canallas con el deseo de extirpar sus recursos y transformar su tierra en desierto.

«El mundo no es de nadie más, solo nuestro», dijo usted en tono solemne, «Su pueblo merece morir y desaparecer».

Y luego de decirme esto, encontrándome ya sin mi cara y humillado, usted me empezó a contar la historia de cómo los anteriores pueblos exploradores de aquellos lindes del fin de la Tierra que los visitaron pasaron por el mismo destino. Pueblos hoy extintos. Civilizaciones que buscaban con desesperación una oportunidad y darían lo que fuera, incluso su dignidad y la soberanía de sus territorios, para poder tener comida y agua. Recuerdo perfectamente la historia que me contó, fray Andrés, de que, en sus años de formación, los suyos hicieron lo mismo con otra nación. Fueron a con el explorador principal del reino lejano, y uno de los transformantes le fue cortando toda la cara con un placer obsceno hasta hacerla propia y convertirse, en un acto de grotesca posesión, en ese capitán desahuciado. Así, con esta cara nueva, ese transformante, aquel engaño de apariencias de piel injertada, se fue hacia el país de este capitán desesperado para informar a su gente que nada había en el mundo, solo desierto, y que esa era otra expedición fallida.

«Así se han muerto las otras civilizaciones», me dijo usted, fray Andrés «Una nación resignada, tras cientos de intentos estériles, acepta mejor su final, no lucha y se deja borrar», tras decir esto usted río mientras me observaba con los músculos faciales descubiertos.

Pero no se limitó solo a realizar este ritual conmigo, sino que más transformantes, voluntarios por una causa mayor, entes como usted mismo, se acercaron uno a uno a mis hombres, sacaron sus afilados cuchillos y también les rebanaron las pieles de sus rostros.

Usted me torturó de una forma inconcebible, al forzarme a ver a mis hombres siendo ultrajados sin poder impedir este castigo.

«Tomaremos cada uno de sus nombres y sus voces, seremos la viva imagen de cada uno y seremos los emisarios de la peor noticia para su patria. Al escucharla, sus compatriotas querrán morirse y buscarán todos los medios para hacerlo», sentenció usted, fray Andrés.

Uno a uno, los rostros fueron puestos en los cráneos impostores, y después fuimos vejados para ceder nuestra ropa, tras lo cual nos encerraron en estrechas celdas, aisladas de toda luz y de humedad. Pasaron varias semanas y supimos, por las voces burlonas de los carceleros que reían borrachos, de que usted, fray Andrés, partió con nuestros barcos de regreso hacia Pangea.

Usted y los suyos, fanáticos de despojar la piel de cualquier cosa viva. Pieles ajenas que vuelven su disfraz.

Mientras tanto, nosotros esperábamos el día en que encontraríamos la cita con el patíbulo de la ejecución.

¿Así de fácil se doblegaba la voluntad?

Los guardias se acercaban a nosotros, contándonos con malicia las nuevas de que la flota fue vista por última vez en la línea del horizonte, devorada por los destellos del sol al ponerse en el crepúsculo.

Sus guardias, fray Andrés, seguían festejando y riendo, con la cabeza hecha vueltas y en una noche en que el vino ofuscó todos sus sentidos, aprovechamos a que se acercaran a nuestras celdas para tomarlos y despojarlos de sus armas y de su vida.

Lo mismo hicimos con todos los demás guardias y alcaides de la prisión.

Pasamos el cuchillo por el cuello de sus hombres de armas y después, en esa misma noche, en gran silencio, los durmientes habitantes de su ciudad pasaron la misma suerte.

Nuestra voluntad, esta sangrienta voluntad que nos avivó, como sucede a los animales defendiéndose de un predador en sus últimas, nos dio un fuerte impulso y, así, tras exterminar a los suyos, dejamos a varios de los nuestros en custodia de la ciudad y el resto, comandado por mí, nos hicimos de las naos de su tierra junto a varias de sus frutas y maravillas y recorrimos el camino de regreso a la Gran Pangea.

Al llegar, supe de todo lo que hizo vuestra merced, de todo lo que habló y afirmó con severas palabras. Y de las consecuencias que ello traería a mi pueblo, ahora deseoso del suicidio.

¿Cómo lo sé? Pues como ustedes hicieron con nosotros fray Andrés: preguntando.

Eso hicimos al llegar, preguntamos a la gente, quien nos veía aterrada al ver nuestros cráneos en rojo vivo, sin la piel y les explicábamos que veníamos más allá de donde se pone el sol. Les mostramos las frutas desconocidas a las gentes y estas, asustadas, reconocían la verdad en nuestras palabras.

Y así, aterrados y arrepentidos, nos contaron sus andanzas. De cómo usted es en realidad yo. Conozco bien que reside ahora en Michoacán, en mi casa. Sé muy bien que habrá hablado con los demás frailes, convenciéndolos de que el fin de los tiempos se acerca y que preparen a los desamparados a aceptar la muerte y desolación.

Usted, que ahora lee esta carta en esa casa que es mía, tengo varias cosas que decirle.

La primera, es que la verdad será divulgada de mi boca.

Les diré a todos que, tras el océano, hay más tierras donde no existe el hambre. Al mostrarle a los gobernantes las frutas que trajimos de su tierra, nuestra palabra tendrá un peso inamovible. Después nos iremos con nuestros barcos. Abandonaremos este infierno.

Qué tonto y ridículo, pensará, todo lo que le digo. Será acaso una broma de mal gusto.

Pero una cosa es clara, y es que Andrés de Urdaneta soy yo.

Para cuando lea esta misiva nosotros ya estaremos en dirección con el gobierno de Tepique, informando todo, dando testimonio punto por punto. Para cuando termine de leer esta carta la orden de aprehensión seguramente contra usted ya estará en camino.

Disfrute cuando pueda de esta lectura, de las comodidades de mi casa y de la piel mía que ha usurpado cobardemente para emular mi voz y mi todo. Quedará más que claro que usted no es un hombre, sino un transformante, un cambiapieles; en fin, un demonio que merece el mayor de los tormentos.

Finalmente le quiero decir otra cosa, fray Andrés.

Cuando las autoridades nos vean a nosotros llegar, cuando nos escuchen hablar con la misma voz, cuando vean los mismos movimientos de esa gente que supuestamente vino de la travesía informando lo inútil de la exploración; y cuando me oigan a mí y den fe de mis razones y de mis pruebas y se den cuenta de que yo soy yo…

¿A cuál de los dos Andrés de Urdaneta escucharán?


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