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Ciudad de México, 25 de mayo de 2025 (Neotraba)

Insensatos lectores: francamente el día de hoy no tengo la menor idea de qué tendría que tratar esta columna. No sé muy bien qué escribir. Pero sí sé que no tengo humor para seguir hablando sobre el lamentable deceso de dos funcionarios del Gobierno de la Ciudad de México, ocurrido en Calzada de Tlalpan. Sólo tengo una duda: ¿alguna vez han pensado qué oscuros poderes nos gobiernan?, ¿qué relación habrá entre esta gente que vive en las tinieblas y nuestros dirigentes? A mí, de pensarlo, se me eriza la piel y se me encogen las tripas, así que, mejor pensaré en otras cosas.

Quería decirles que leí una nota en el periódico, pero no la encuentro. Por supuesto que la vi en el Reforma. Sólo recuerdo que iba de una fiesta que se organizó en un salón de eventos con capacidad para 400 personas y resulta que había 800 almas en el lugar. Por si no fuera suficiente, varios morritos se intoxicaron con alcohol adulterado. Al final las autoridades cancelaron la fiesta, pero lo que más llamó mi atención no fue esto. Resulta que se pusieron a revisar el sitio en cuestión y hallaron un ataúd lleno de hielos para las bebidas. Y yo que llegué a pensar que tener una caminadora como perchero ya era demasiado. De verdad que sigo pensando que en este país vivimos encerrados en un sueño de Charles Chaplin.

Por otra parte, tengo la ligera sospecha de que nos aproximamos a una época distópica. Comienzan las señales y no sé si se deberá a esa sensación que se quedó flotando en el ambiente a raíz de la pandemia, o si sólo se trate de mi desastrosa imaginación. Y se preguntarán: ¿de qué chingados habla este cabrón? Trataré de explicarlo de esta manera: básicamente en este momento hay dos series de televisión que están acaparando el “rating”. Una de ellas es El Eternauta, basada en un cómic de ciencia ficción. La producción es argentina y está encabezada por el gran Ricardo Darín.

La historia sigue a un grupo de sobrevivientes de una invasión alienígena en Buenos Aires, quienes deben resistir una amenaza invisible. Se estrenó por Netflix el 30 de abril. Justo la comencé a ver la semana pasada y no pinta mal. Ya les diré qué tal me parece en cuanto termine de verla.

La otra serie es The Last Of Us. Actualmente se transmite la segunda temporada. En breves líneas la historia va de Joel y Ellie, dos personajes conectados por la brutalidad del mundo en que viven, se ven obligados a enfrentarse a criaturas y asesinos despiadados, mientras viajan a través de un Estados Unidos postapocalíptico.

El carismático Pedro Pascal es el actor de moda y el protagonista de esta serie, seguido de una niña, que al menos a mí, me parece encantadora. Ella se llama Bella Ramsey. No les comento lo que ha ocurrido en la segunda temporada porque quizás aún no la han visto.

Yo sólo tengo una ligera observación: si alguno de ustedes conoce al productor de la serie, por favor, avísenle que los personajes se ven muy limpios, mientras que las locaciones son un desastre y lucen abandonadas por completo. Los actores tanto en sus ropajes como en sus caritas suyas de ellos lucen impecables y, no sé, pero si se supone que llegó el fin del mundo, el tema del agua tendría que ser un grave problema y todos andan viaje que viaje y echando putazos y balazos y tal parece que ni siquiera se acuerdan de transpirar.

El asunto es que me parece demasiada distopía para verla sentado en el sofá de la casa. Y creo que quizás el inconsciente colectivo de nuestra sociedad nos está queriendo hacer una advertencia. O simplemente nos está dando un aviso. Como ejemplo podríamos observar lo que ha sucedido con la ciencia ficción: los temas de Inteligencia Artificial que estamos viviendo fueron planteados algunas décadas atrás por escritores como Asimov, Philip K. Dick y Ursula K. Le Guin. En sus obras el temor de los seres humanos por ser conquistados por las máquinas es latente.

Del mismo modo, el hecho de haber afectado el medio ambiente debido a la prisa que tenemos por consumir y por ganar dinero, me hace suponer que muy pronto pagaremos las consecuencias de esta falta de sentido común de una manera más contundente. Por ahora estamos viviendo ya lo complejo que nos resulta lidiar con el cambio climático. Que en la CDMX lleguemos a 35 grados por la mañana y que por la tarde se inunden las calles es una pequeña muestra de ello.

En fin, que intenté platicar esto en una cantina con mi amigo David Dumani y mi hermano. Y los dos me observaron como si trajera un pañal usado colgando en la frente, hicieron un signo de exclamación con las cejas y guardaron silencio. Yo preferí cambiar el tema y preguntarles como para cuándo tenían pensado que se estrenaría la nueva serie del Chavo del Ocho.

La verdad es que la única forma en la que he logrado expulsar estos pensamientos de mis entrañas es escribiendo estas cosas que me llenan de incertidumbre y ansiedad. Dejo el tema sobre la mesa por si usted, postapocalíptico caballero, distópica damita, tiene una noche de insomnio y desea meditar un poco al respecto.

En otro orden de ideas, recuerdo que hace mucho tomé una clase donde nos dieron a conocer algunos textos de un libro denominado Pequeños poemas en prosa del gran Charles Baudelaire. Debo decir que me gustó mucho el libro y por algún extraño motivo no lo tengo en mi biblioteca, pero le pondré solución a ese asunto en breve.

El caso es que el libro en cuestión tiene una serie de textos donde Baudelaire saca a relucir la peor parte que tiene dentro de sí mismo y observamos a un sujeto cínico y descarado narrando cualquier cantidad de actos vandálicos o de ligera empatía con el prójimo. Básicamente podríamos concluir que es un verdadero hijito de la chingada. En esa clase la idea era hacer un ejercicio donde narráramos algún pecadillo o algún secreto de esos que nos guardamos sólo para nosotros mismos porque nos generan un poco de pudor.

Lo anterior me llevó a hacerles la siguiente propuesta. ¿Alguien se atreve a hacer una confesión? Me refiero a ver quién se anima a narrar algún pecado o secreto oculto que jamás haya contado. Tampoco tiene que ser muy grave como para que terminen en Almoloya, pero he de decirles que en ocasiones el ejercicio resulta liberador. Por mi parte, puedo decirles que, como resultado de esa clase, escribí que en cierta ocasión me robé (iba a escribir sustraje, pero creo que el verbo robar es más culpígeno) un libro de la biblioteca de un gran amigo.

Y ya que no tengo el texto de Baudelaire a la mano, recordé que sí tengo un libro del gran Fabio Morábito, así que, les doy dos ejemplos para que la inspiración los alcance y se atrevan a pensar en sus ligeros pecadillos:

1. SCRITTORE TRADITORE

A los siete años me enamoré de un compañero del colegio. Me habría podido enamorar de una niña, pero en mi escuela los niños y las niñas estaban separados, así que me enamoré de la única niña que estaba a mi alcance, y esa era Massimo P., un niño tímido de facciones delicadísimas que no hablaba con nadie.

Era el primer día del colegio, estábamos en el recreo y Massimo se acercó a pedirme que le amarrara los cordones de los zapatos. Se veía desvalido entre tantos niños que gritaban correteando en el patio y quedé prendado de su hermosura y su fragilidad. “Pareces una niña”, le dije, y él, quizá acostumbrado a oír eso, se limitó a sonreír. Acabó el recreo y regresamos al salón de clase. Su lugar estaba separado del mío por dos hileras, ni una sola vez volteó a verme y pensé que se había olvidado de mí. Llegó la hora de la lectura. Cada uno debía leer en voz alta algunos trozos de un cuento que venía en el libro.

Leyeron unos cuantos alumnos antes de que el maestro señalara a Massimo. Él puso su dedo sobre el inicio del párrafo y pronunció la primera palabra; mejor dicho, la balbuceó; en la segunda palabra volvió a atorarse, y también en la siguiente. Leía tan mal que no pudo concluir la frase, el maestro perdió la paciencia y le dijo a otro que siguiera leyendo. Acepté la triste verdad: Massimo P., a pesar de su apariencia angelical, era un burro redomado.

Entonces llegó mi turno. Tomé una decisión repentina: leer peor que Massimo. Pienso que, de haberlo hecho, ahora sería un hombre mejor del que soy. Si hay episodios decisivos en la infancia, ese fue uno de ellos, porque después de equivocarme adrede en la primera línea me di cuenta que no podría seguir estropeando una palabra más y me solté a leer con una fluidez que el maestro aprobó con un gesto de admiración. Esto es leer bien, dijo, y creo que fue entonces que vislumbré que mi vocación sería escribir libros, casi al mismo tiempo que conocí el sabor de la traición. Siempre he pensado que son dos vocaciones estrechamente unidas.

2. ROBAR

A la edad de trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las monedas suficientes para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima agobiante de mi casa. Iba a la primera función vespertina, cuando el cine estaba prácticamente vacío. No recuerdo una sola película, un solo título, una sola imagen de lo que desfilaba ante mis ojos. Creo que el sentimiento de ser un ladrón me impedía disfrutar del espectáculo y procuraba no mirar a la cara a la empleada de la taquilla que, estaba seguro, adivinaba de dónde venía el dinero con que pagaba el boleto.

Casi no tenía amigos en esa época, mi desempeño en el colegio había caído en picada y el cine era mi único alivio. Robaba a la misma hora, después de comer, aprovechando la breve siesta de mis padres. Me temblaban las manos al hurgar en los bolsillos del saco de mi padre y en el monedero de mi madre. Reconocía al tacto las monedas que necesitaba sustraer y sólo me llevaba la cantidad justa para la entrada, ni una moneda más.

Ignoro qué repercusión tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado si no influyeron en mi inclinación literaria; si la escritura no ha sido una prolongación de ellos, porque me otorgaron, junto con la vergüenza y el remordimiento, una tendencia introspectiva que más tarde me llevó a leer muchos libros y a escribir yo mismo unos cuantos.

No me arrepiento pues de esos hurtos y pienso incluso que habría que enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero, porque cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para que aquello que uno quiere decir, justo esas palabras y ni una más.

Todavía hoy, después de muchos años, acostumbro levantarme muy temprano para escribir, cuando todo el mundo está dormido. No concibo la escritura como una actividad preclara, sino furtiva. Busco las monedas justas para huir del clima agobiante de siempre. Como me levanto muy temprano, mis amigos me admiran por mi disciplina.

***

En fin, que hemos llegado al final. Si alguno de ustedes decidiera hacer una confesión la tribuna se encuentra completamente abierta. Le recuerdo que sus pecados estarán a buen resguardo y su información será confidencial. Nos encargaremos de guardar con celo su anonimato. Aun así, creo que, aunque no haga públicos sus pequeños secretos, espero que recordarlos al menos lo hagan sonreír.

Cualquier duda o sugerencia con esta distópica columna llena de pecados anónimos, favor de enviarnos sus comentarios, honorable damita, distinguido caballero.


Gabriel Duarte. Ciudad de México 1972. Es Licenciado en Mercadotecnia por la Universidad Tecnológica de México. Estudió literatura en SOGEM. Está por publicar su primera novela.


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