Por Cucaramácara.
Los peces de colores tratan de levantarle el ánimo al pequeño conejo cantándole su canción favorita, pero él sigue llorando.
Pasan horas, días, semanas y meses. El carnaval del reino comienza ya, y él todos los años es el encargado de contar cuentos a los reyes, pero al parecer esta vez se quedarán si diversión.
Su pelo azul turquesa comienza a tornarse gris, sus mejillas empiezan a desaparecer y sus dos dientes brillantes se opacan.
La jirafa va a visitarlo y le lleva su pastel preferido para que se ponga feliz, pero él no quiere comer. Les dice a todos que prefiere estar solo, que no lo vayan a visitar más.
Sus ojos han perdido brillo, ya no puede saltar. No pide ayuda porque sabe que nadie puede dársela, y no quiere que los amiguitos a los que alguna vez consoló con su enorme fortaleza lo vean quebrantarse más. Incluso la tristeza que comienza a consumirlo le dice que no es necesario que se mantenga en ese estado, pero él hace caso omiso.
Una tarde de abril decide salir de su cama e ir al jardín y observar las nuevas cosas que había en él. El reino luce igual que siempre: los peces siguen cantando, la jirafa sigue horneando pasteles y los reyes consiguieron ya un nuevo cuenta cuentos.
Sin impresión alguna, regresa a su habitación. Nadie se dio cuenta de lo que le estaba pasando. Nadie supo lo que él quería o esperaba. Nunca supieron qué fue lo que desencadenó esa inmensa tristeza silenciosa. Se quedó esperando, sentado en el ventanal de su cuarto, a ver si algún día su alegría podía regresar.