Por Daniel Carpinteyro
Provocaré un diluvio, de Arturo J. Flores, logró en el suscrito lo que pocos libros: que me rompiera la cabeza alrededor del problema del género literario, ese rollo ya más cuestionado que los documentos del Mar Muerto, más sobado que el bigote de un exégeta. Un debate con visos de trifulca surgió en mi cabecita: que si la unicidad de cada texto es sacrosanta e irreductible. Que cómo crees, que de pensar así caeríamos en un vacío letal para la teoría literaria y ni el Chapulín Colorado podría salvarnos. Que, eso sí, no es tarea fácil acometer el trazo de nomenclaturas y fronteras. Que si la novela es una forma poética. Que si la novela se rebela contra su cuna burguesa. Que si el rock se pasa por los huevos todas estas consideraciones.
Tal vez alguien pensó:
Provocaré un diluvio. Provocaré que los reseñistas y críticos se rompan la cabeza pensando en el género de mi trabajo.¿Será una novela? ¿Un anecdotario? ¿Una colección de crónicas? Y sí, tal vez los reseñistas se decantarán por “colección de crónicas”. Saldrán con su mamada de que no se percibe una progresión dramática, un ápex hacia el que se orienten los personajes y la diáspora situacional. Que a la mera hora no hay amarre, pues. Pero mi trabajo está bendito por el signo del Metal Pesado y las Mystica Girls.
Tal vez alguien pensó:
Es una gran historia: Un joven periodista capitalino que acaba de pasar un truene es contratado como mánager por una banda de “cuatro chicas bellas que sabían exprimir lo mejor de sus instrumentos”.Ellas tocan covers en laZona Rosa y son la fantasía de cuanto yuppie entra al Yuppie’s, ¿Qué puede ir mal con esta historia? Es ganadora por default, ¿cierto? Incluso puedo resaltar mi nexo emocional con alguna de las chicas mediante una frase estilo: “Todos esos acólitos de la bajista, creadora y líder indiscutible de Mystica, ni siquiera se imaginan quién es el dueño del corazón de Jane (…) El mandamás del corazón de Jane habita en la puerta de mi refrigerador, sujeto con el imán que compré en mi viaje a Nueva York. En la fotografía aparezco yo…”. Oh, sí que puedo escribirlo. Eritrocitos concentrados, bitácora presta, a medio camino entre el testimonio y el protagonismo. Conciertos de Iron Maiden, Paul Di Anno, Opeth, Metallica y Ammon Amarth. Un joven periodista capitalino cuyos entrevistados en la revista Gótica se pasean con su revista Gótica por el resto de sus vidas, exhibiendo su entrevista a la menor provocación. Puedo intitular algunos capítulos con frases como ésta:“Donnington”. Cómo es el metal en el primer mundo.
Estas consideraciones pudieron o no haber concurrido durante la escritura de Provocaré un diluvio. Yo no soy adivino ni quiero incurrir en la Falacia Biográfica ni aún a la hora de comentar textos autobiográficos. Tampoco quiero dejarme seducir por la Falacia Intencional y ponerme a especular con los motivos del autor. ¿O acaso ya lo hice? ¿Por qué ha dejado “Delete” de responder en mi teclado?
Vayamos pues a lo que tenemos en el texto:
¿Treinta y un capítulos o treinta y un crónicas? Va mi apuesta: treinta y un crónicas. Y un epílogo. Cada una con la correspondiente fecha y lugar donde fue escrita: “Acolman, Estado de México, 27 de marzo del 2009”. “Leicestershire, Inglaterra, 17 de junio de 2009”. Marcador incuestionable de la crónica, género periodístico por excelencia. Crónica amarilla, para ser más exactos, por el nivel de subjetividad e involucramiento del enunciador. No sé si necesariamente estemos ante una novela, pero sí ante una sucesión de crónicas escritas entre el 10 de enero y el 8 de septiembre del 2009. Existe una correspondencia no fortuita entre el número de crónicas y los treinta y un años cumplidos del narrador: coherencia simbólica. Dichas crónicas parecen escritas inmediatamente después de los acontecimientos, así que uno pueda degustarlas frescas, vivitas y coleando. Algunas, hay que decirlo, caen al paladar un poco más crudas que otras, y por “crudas” no me refiero a la crudeza de los hechos, sino a la ocasional falta de prolijidad prosística: La chica comenzó a suspirar, y cuando lo miró caminar, simplemente se sintió desfallecer. ¿Pues qué pasó con esos correctores de Tierra Adentro? Otros pasajes no temen al lugar común: Sofía sí ha perdido la conciencia; no sólo tiene esos colmillos de porcelana de vampira, sino que sus hábitos son todos como los de los no-muertos, duerme de día y vive de noche. ¡Pácatelas!
En muchas otras partes urge una buena poda, cuando no un replanteamiento a fondo de las oraciones.
Ahora que si nos dejamos de remilgos sintácticos y estilísticos y nos volcamos al plano del contenido, no puede negarse que de vez encuando relucen párrafos argumentativos cuyo logro es decoroso: por ejemplo, cuando se discurre sobre los gays en la escena del metal, o sobre el debate entre los términos tribu urbana y cultura periférica, o sobre el machismo imperante en público rockero, o incluso sobre la solidaridad como valor y necesidad en el ámbito del arte underground. Y eso sí que constituye un buen agregado: la toma de posición ante una serie de fenómenos que permean la escena del rock subterráneo nacional. Eso infunde contenido y sustancia a lo narrado, al grado que se extraña un poco más de esas disquisiciones, viniendo como vienen de un entendido en la materia. De pronto uno se descubre preguntándose:
¿La escena subterránea lo es por elección propia o por marginación? Las Mystica Girls desean tocar en elVive Latino y hasta en el Wacken Open Air, al igual que la mayoría de las bandas subterráneas. Entonces, ¿Existe una doble moral en asumir el undergound como un credo? ¿Pueden los creadores asumir el undergound como una etiqueta de paso en lo que se llega al estrellato? ¿Es el underground aquello que no podemos en ver en Pendejit o en MTV? ¿Vale considerar en los mismos términos el “undergound de salida” –propuestas ya desfasadas, hiper regurgitadas, superadas- que el “undergound de entrada” –eso que ni nombre tiene aún, cuyos vislumbres en los márgenes están en el proceso de ganar definición, pero que ha conseguido con su novedad buenas probabilidades de desplazamiento hacia el centro? Pero bueno ¿qué no para eso sirven las segundas ediciones?
Tal vez alguien pensó:
Provocaré que mis lectores consideren el Metal un problema conocimiento. ¡Edúquense cabrones!
O tal vez después de todo nos encontramos ante una hagiografía, el registro de vidas santas, ese género olvidado en la bruma de los tiempos, esa cátedra de caracterización de personajes, sólidos e imponentes como catedrales discursivas. Cuatro mujeres que han abrazado el heavy metal como oficio y senda, propagando su evangelio musical lo mismo en bares de caché chilangos que en poblaciones minúsculas donde nunca se ha tocado en vivo rock pesado. Santas que se convierten en seres tiernísimos cuando van a las tocadas de sus novios. Santas que defienden la dignidad de su agresiva música, afirmando:
El metal no es un enchílame ésta.
Y en esa dimensión, nos encontramos ante personajes conmovedores a quienes un mayor dibujo caracterológico hubiera conferido memorabilidad. Pero, como indican los cánones de la nemotecnia, lo memorable debe, por principio, diferenciarse de lo corriente.
Sírvase, apreciable lector, revisar este trabajo de Arturo J. Flores y sea tan amable de aclararme si me hice más bolas de las necesarias.
Párrafo áureo:
La corbata es una espada de tela. Sólo por traerla la gente se atemoriza y le abre el paso a los trajeados. Los creen gente decente y bienhechora. Y algunos sólo son una partida de imbéciles. Migraña, que todos los años viaja al festival alemán de Wacken, tiene el plan de realizar un concurso para que una agrupación mexicana pueda presentarse en aquel escenario. Y no necesita corbata para organizarlo, sino todo lo contrario.
Pregunta del reseñista: ¿Qué es “todo lo contrario” de una corbata?
Arturo J. Flores: Provocaré un diluvio. Fondo Editorial Tierra Adentro. México, 2011
Muy bueno e interesante arículo mi estimado Daniel. Mis congratulaciones.