Diez
Como dijo Eduardo Galeano, “…fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos, sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses.” Un homenaje de Luis Rubén Rodríguez Zubieta al 10 eterno, Maradona.
Como dijo Eduardo Galeano, “…fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos, sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses.” Un homenaje de Luis Rubén Rodríguez Zubieta al 10 eterno, Maradona.
Por Luis Rubén Rodríguez Zubieta
Tijuana, Baja California, 02 de diciembre de 2020 [02:30 GMT-5] (Neotraba)
Este ídolo generoso y solidario había sido capaz de cometer,
Eduardo Galeano
en apenas cinco minutos, los dos goles más contradictorios de toda la historia del futbol.
Nació en un barrio humilde de Lanús llamado Villa Fiorito donde, hasta la fecha, todos los de ahí lo quieren, porque querer es mucho más que respetar. El respeto se lo puede ganar cualquiera, pero que lo quieran a uno no es fácil y a él lo querían de verdad. Ni la secundaria terminó, pero daba lecciones de vida, una vida que nunca lo dejaron disfrutar: quienes lo persiguieron por su fama lo llevaron por caminos infernales en los que seguramente él no disfrutaba estar, pero estaba para escapar de sus perseguidores y de sus falsos aduladores.
Haciendo a un lado las fútiles comparaciones atemporales y sin contexto, en la época como jugador activo fue el mejor en su oficio, estaba en el zenit. Dicen que era una bestia, en el sentido más puro de la palabra. La única forma en que sus rivales podían detenerlo era a base de patadas con las que lo lastimaron e incluso lo fracturaron, pero recibiéndolas o esquivándolas, en medio de las piernas de ellos, él seguía y seguía.
Nunca se tiró al suelo fingiendo una lesión, sólo se quedaba ahí cuando lo lastimaban de verdad. Lo hacía porque sabía que si se sobreponía a los madrazos, podría llegar a la meta del contrario y marcar o poner un pase para que un compañero lo hiciera. Eso se llama honestidad. Ganaba con su talento, con pasión y no con la simulación, mientras que ahora, muchos de los que practican su oficio, simulan lesiones todo el tiempo para abatir al rival. Seguro no confían en su talento como él lo hacía. Esa honestidad sólo se la vi a Pelé, a Johan Cruyff y a Marco van Basten, quienes nunca se tiraban en cuanto los tocaba un rival.
Sus compañeros de equipo, además de reconocer que en su época no hubo nadie mejor que él, reconocen también sus otros dones: el de gente, el de solidaridad, el de líder, el de fortaleza, el de ancha generosidad.
En venganza por haber acusado a los amos del negocio del futbol de corrupción y porque se sintieron amenazados ante su ascenso en el mundo directivo del deporte que practicaba. Hipócritas y vengativos, le hicieron un juicio, se le encontró culpable de consumir drogas, y la sentencia fue retirarlo de la forma más ignominiosa de una cancha, cuando su equipo participaba en un certamen mundial, ante la mirada sorpresiva de todo el mundo y ante la profunda tristeza de sus compañeros de equipo, de sus paisanos y de algunos otros deseosos de verlo jugar. Recuerdo que salió del estadio tomando de la mano a una mujer a quien mandaron para hacerla de verdugo en esa ocasión.
Justo cuando estaba en una etapa de rehabilitación y mientras sostenía un nivel de juego al más alto nivel en la selección de su país, lo empujaron a rendirse de nuevo ante el influjo de lo que deseaba abandonar. Hoy nadie se acuerda de esos zafios a los que después se les comprobó su participación en actos de corrupción, mientras él es uno de los humanos más reconocidos en todo el mundo.
Cuando aparecía en el estadio del equipo de sus amores o cuando se ponía la camiseta de su país, todos —y subrayo el todos—, le rendían pleitesía. En cualquier lugar del mundo, era conocido y reconocido. Para muchos no tenía nacionalidad, era simplemente él, y era llamado por su primer nombre o por su apellido paterno, como si fueran sus compas. No sé a cuantos humanos les habrá sucedido eso, pero seguro me sobran dedos de una mano para contarlos.
A diferencia de otros atletas cuyo número es retirado en reconocimiento a su brillantez, el número diez en su camiseta es hoy el referente para denominar al jugador más creativo. El jugador que porta ese número es el más importante de su equipo. De ese tamaño es su legado deportivo.
Fue juzgado con una doble moral por una beatona sociedad que se dice guardiana de “las buenas costumbres”. Lo juzgaban por lo que aparentaba o quería aparentar, no por lo que era. Lleva una vida de excesos, era la consigna de sus detractores, era la piedra porosa que le tiraban. Muy pocos deben saber cómo era de verdad. Por lo que he escuchado de quienes estuvieron cerca de él, era todo menos un monstruo.
En El mito de Sísifo, Albert Camus dice que “…por haber visto cien veces al mismo actor, no lo conocería mejor que en persona. Sin embargo, si hago la suma de personajes protagónicos que ha encarnado y digo que lo conozco un poco más al céntimo personaje del conteo, se intuye que acaso habrá algo de verdad, puesto que esa paradoja aparente es también un apólogo. Tiene una moraleja. Enseña que un hombre se define tanto por sus comedias como por sus impulsos sinceros.” Podría haber sido el protagonista de infinidad de cuentos o de novelas, era un actor de fábula. Dijo Horacio Paganini que en él podrían confundirse la realidad y la ficción. Con su rebeldía hizo enfadar a los dioses, quienes le infringieron el mismo castigo que a Sísifo.
Les dio de comer durante años a medios informativos escandalosos de todo el mundo, quienes se regodeaban con sus infortunios y lo evidenciaban como el malo de la película. Alguna de sus amantes lo describió como brutal a la hora de tener sexo, pero no se refería a que fuera un bruto sino a que era un maestro en las artes amatorias. Llegaban a decir que esa faceta de su vida era un mal ejemplo para los niños que lo veían como ídolo. Qué estupidez más grande, en medio de un mundo en que cosas terribles que ven los niños ni siquiera se cuestionan, e incluso se hace apología de ellas.
No tenía empacho en declararse de zurda, admirador del Che Guevara, amigo de Fidel Castro, de Hugo Chávez, de Nicolás Maduro, de Luis Ignacio Lula da Silva y de Nelson Mandela. Incluso a los programas de televisión que tuvo junto con el periodista uruguayo Víctor Hugo Morales, durante los dos últimos mundiales, les denominó “De zurda”. En su piel tenía tatuados al Che y a Fidel. A pesar de la fortuna que ganó, nunca se aburguesó. Convivía con cualquiera, comía en el barrio. En la última etapa de su vida vino a México a dirigir un equipo de segunda división en Culiacán, Sinaloa, y nunca se acompañó de guardaespaldas.
En su nombre hicieron una religión, a la que yo, que había sido un apóstata y pagano, me adherí como feligrés devoto. Y como no ser seguidor de una bestia como él, brutal, genial, rebelde, al que el mismo Dios le echó una mano. Como dijo Eduardo Galeano, “…fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos, sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses.”
Varias veces lo dieron por muerto y milagrosamente resucitaba como el ave fénix y, cada vez que sucedía, lo hacía con grandeza. Le debió ser difícil ser él mismo en medio de tanta adulación. Como no dejarse llevar por los sinuosos caminos por los que transitan buena parte de los ídolos. En su fama estaba el designio.
La empecinada huesuda vino a llevárselo, en representación de los directivos de algún equipo célico, con un contrato para la eternidad, en el que seguramente será una figura refulgente. Algunos de sus muchos detractores darán discursos luctuosos sin sentirlos y promoverán falsos reconocimientos. Los que lo querían, están en Villa Fiorito, entre la hinchada del Argentinos Juniors, entre la del Boca Juniors, entre la de Argentina y entre la de todo el mundo futbolero. Lo van a recordar toda la vida. Dejó de ser un mito viviente, ahora es leyenda. Ya no será el barrilete cósmico, será el barrilete célico.