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Puebla, México, 9 de agosto de 2024 (Neotraba)

Un camión atestado de cerdos, grotesco por el aroma y por el calor en la caseta de Atlixco. Estamos a trescientos metros de la caravana porcina y todavía con la comedida distancia, percibo la gotita de templanza escurriendo de sus cuellos apelmazados.

Deben ser más de tres mil. Avanzamos poco, me equivoco. Son más de seis mil. Otros cien metros adelante, nueve mil por lo menos. Los niños se derriten, lloran desesperados. Una madre hace sangría con los dientes de su hija por gritar fuerte. Qué zapotazo. La niña berrea, se retuerce y pide agua. Le veo la boquita diminuta, de sangre cuasi blanca, la camiseta empapada. Todos, hasta las niñas famélicas y chillonas, parecemos cerdos atrapados.

Atrapamos tantita señal para abrir tuiter y escribir “México Puebla” en el buscador del ejidatario más soberbio: el del dominio público.

Llevamos apenas nueve horas y Elon Musk ya nos presume la privatización de la opinión y la ley de Murphy. Lástima por nuestros cuerpos que no importan, semi desnudos, chillones como puercos y niñas hambrientas, atrapadas bajo la vigilancia centinela del ricachón que trajo un dron.

Aquí no hay privilegio. Nos trepamos en un Sentra del 94 al que le chilla la banda, íbamos al Distrito, a la modernísima e hipersexualizada Ciudad de México. Solamente ahí nos dejan hacer bien los trámites de muerte. Solamente ahí es legal el ruido, la democracia y la palabra. Solo ahí hay derechos.

De niña famélica fui vecina de Santa Rita Tlahuapan. Tienen unas carnitas muy sabrosas, como las de los cochitos que se están pudriendo bajo el sol del kilómetro 78. Pero como las bañaban con las aguas de Texmelucan, te dejaban una de dos cosas:

  1. Una epidemia de diarrea en la primaria comunitaria;
  2. Una cisticercosis de la que no te enteras porque te la arrebatan a machetazos.

Los 300 manifestantes son un ejército tremendamente menor al de la gente en los coches (cada uno montando su respectivo cerdo). Cada compatriota o machetudo, dependiendo de qué lado tengas volteado el ojo político, reclama el pago de las tierras que “les arrebataron” como derecho de vía cuando Don Adolfo López Mateos inauguró el tramo texmeluquense en el 62.

En el 24, sesenta y dos años después, cierran el único paso a la única Ciudad que le importa a este rancho grandote. A la Ciudad de México le vale nueve mil cerdos Santa Rita Tlahuapan, hasta que se los sudan de más y les cultivan cisticercos en la tripa hueca de su mundo chiquito.

Los cuerpos que importan, como los llama Butler en su libro homónimo, funcionan diferente en esta tierra. En este ejido sin dueño, nadie importa hasta que escupe un fajo de billetes por la boca. Nadie importa si le roban el fajo, si le fajan el voto, si le matan el cerdo o le roban la faja.

Es igual si te mueres de frío en la carretera, si te escurriste sobre el trámite que se puede hacer exclusivamente en la ciudad favorita de dios. Los pollos muertos en las furgonetas valen todavía menos, que se pudran. Cuando se llega al cementerio, las calaveras “se pueden quedar el tiempo que quieran”, como dice el presidente.


Mirna Coreliel. Autorretrato

Mirna Coreliel. Periodista. Beneficiaria del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA). Escritora y divulgadora de arte, erotismo y cultura en el instrumento @damamuerta. Mi cuerpo es mi instrumento.


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