Las vacaciones de semana santa siempre me han gustado porque implican un paréntesis del periodo escolar en el que se supone –sólo se supone- adelantaré un poco de tarea, trabajos y lecturas. Sin embargo, este año no fui yo quien adelantó tarea, trabajos y mucho menos lecturas.
Antes de arrojarme a los abismos de no-hacer-nada, le presté a un vato bicicletero un libro donde un vato cowboy le presta a otro un disco: Toda esa gran verdad (2008) de Eduardo Montagner. La copia que él tenía entre sus manos, editada por Punto de Lectura, estaba rugosa -después de haberse secado de la lluvia- y era el único ejemplar en la única editorial que encontré en la ciudad de Puebla.
La novela es narrada por Carlo, un muchacho belmondense que desde las primeras páginas nos introduce al objeto de su obsesión: “él, a pesar de ir vestido con la ropa del establo, no llevaba sus enormes y groseras botas de hule. En cambio, unos zapatos mineros ocupaban su lugar. ¡En qué detalle me había fijado! ¡Qué risa!” (p. 13)
A pesar de la atracción del muchacho hacia las botas de Paolo, nunca habían cruzado palabra sino hasta encontrarse en el mismo salón de clases durante el segundo semestre de preparatoria. Durante días, semanas, meses, (¿años?), Carlo diseñará minuciosamente cada paso en su lento camino hacia las botas de hule que duermen todas las noches en el establo, manchadas de mierda de vaca y ansiosas por ser lustradas.
Además de la tensión general creada por esta pasión, el protagonista se desenvuelve en un Belmondo que supone un rol de género riguroso, donde los hombres deben enaltecer una virilidad ancestral y que no tiene cabida para la pluralidad.
Así, el “puto pervertido” viaja lejos de casa para descubrir su sexualidad y conocer el mundo fuera de su pintoresca provincia. “Quería degenerarme y lo logré. Disfruté también, a mi manera” (p. 202). Sin embargo, pronto se da cuenta de que se encuentra atado a Belmondo por las botas de Paolo, el novio de su prima, y, alentado por Oliver Ackland, regresa dispuesto a hacerlas suyas.
Toda esa gran verdad, descrita por Daniel Sada como “una novela absolutamente deslumbrante” y uno de mis libros preferidos –si no es que el más-, merece una relectura no sólo cada periodo vacacional de semana santa, sino en los crecientes estudios de literatura de género del país.