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Ciudad de México, 15 de diciembre de 2024 (Neotraba)

Insensatos lectores: el día de hoy tengo tantos temas sobre la mesa, que no sé muy bien por dónde comenzar. No sé si hablar de la última amenaza de Trump y de la valerosa respuesta de la Sheinbaum. Si deba escribir acerca de un librazo de Rodrigo Rey Rosa titulado Severina. O si tendría que inclinarme por tratar un asunto que me trae dos tres apendejado: me refiero al tema de la locura. Pero, como dijo Jack el destripador: “vamos por partes”.

Iniciaré este sermón dominical haciéndoles una confesión: algunos meses atrás me encontraba en la sala de mi casa intentando escribir. Debo decirles que estaba completamente pacheco. Así como lo escuchó, sensacional damita, conspicuo caballero: pa-che-co.

Antes de hablarles sobre los motivos de mi pachequez, debo hacerles una pregunta: ¿alguna vez han leído Tabaquería del gran Fernando Pessoa? Si no lo han hecho, dejen de leer esta madre, vayan a buscarlo y vuelvan después (pareciera que aún sigo bajo los efectos de alguna sustancia de dudosa procedencia, pero les juro que no es así). Para aquellos que ya regresaron o para los que decidieron quedarse, les dejo acá uno de los versos del referido poema que más me desconcierta: “hoy me siento lúcido, como el que está a punto de morir”.

Verán: meses atrás me encontraba hecho un lío con el trabajo y, como sabrán ustedes, muchas enfermedades nunca tocan a la puerta, se pasan a la sala y ni siquiera dan los buenos días. Recuerdo que por el mes de septiembre me empecé a sentir mal de la garganta. Aquello ocurrió un fin de semana. Para el lunes la cosa fue avanzando y no podía darme el lujo de quedarme tirado en el sofá, luego entonces fui al doctor. Para no tardarme diez párrafos narrando este incidente, les diré que terminé metiéndome un tratamiento que tendría que haber consumido en una semana en tan sólo 48 horas (¡fuerte el aplauso!)

Desde luego que mi sensación era la de cualquier sujeto que está acostumbrado a peyotearse, sólo que, en mi caso, aquel impulso era muy extraño. Sentía una lucidez brutal, tal vez “como el que está a punto de morir”: se me ocurrían una cantidad de temas increíbles al mismo tiempo y, según yo, era capaz de llegar a todo tipo de brillantes deducciones y de encontrar la solución a cualquier problema en tan sólo segundos.

Luego de tres noches de insomnio y después de una profunda conversación conmigo mismo, decidí que era un buen momento para llamar a mi psicoanalista, quien para mi buena fortuna también es psiquiatra. Por pura y mera casualidad tenía los medicamentos que me recetó (para despachequearme) en el cajón donde guardo las medicinas. Después de sentirme un poco mejor, quedé invitadísimo a retomar mi tratamiento psicoanalítico. Luego de ese viaje no tuve otro remedio que aceptar la invitación.

Y seguramente estarán pensando: ¿y a dónde quiere ir este mequetrefe con estas cosas? En realidad, no quisiera ir a ningún sitio. Sólo que el mes pasado me topé con un autor que me trae hecho un pendejo (reconozcamos que tampoco es muy difícil) y por eso escribí esta larga introducción. Debo decirles que tengo un amigo al que le ocurrió lo mismo. Se atascó un texto de casi 400 hojas en tan sólo dos días.

Me explico: imagínense tomar un libro y que desde las primeras páginas les hable de cómo un padre, pistola en mano, llega a buscar a su hijo a un sanatorio, le dispara, lo mata y después se suicida. Resulta que el tipo en cuestión, aparte de ser una de las mentes más brillantes que ha tenido la humanidad, era íntimo amigo de un tal Albert Einstein. Páginas después un sobresaliente científico se ahorca durante unas vacaciones de verano con su familia.

Les confieso que voy a la mitad de este “artefacto” (le digo así porque no sé si son ensayos, pero sí sé que no son cuentos y que tampoco es una novela) denominado Maniac y que ya leí otros dos libros del mismo autor. Su lectura me produce un raro efecto. La prosa es tan directa y la puntuación tan peculiar que quiero y no quiero leer. El asunto es que estos libros hablan justamente sobre la genialidad y la demencia. En mi pachequez estuve conviviendo con el hecho de perder la razón y con una cordura que rayaba en una rara agudeza de pensamiento. Es por eso que les relataba las primeras líneas de este discurso.

Antes de continuar, les diré algo del gran Benjamín Labatut, artífice de las obras en cuestión: resulta que nació en Rotterdam, Países Bajos, en 1980. Pasó su infancia en La Haya y a los catorce años se estableció en Santiago de Chile.

La Antártida empieza aquí, su primer libro de cuentos, ganó el Premio Caza de Letras y el Premio Municipal de Santiago. Su segundo libro Después de la luz, consta de una serie de notas científicas, filosóficas e históricas sobre el vacío, escritas luego de experimentar una profunda crisis personal.

Publicó Un verdor terrible y la crítica lo juzgó de “extraordinario”, y es verdad, diciendo algo más: es un texto ingenioso, complejo y profundamente perturbador… Un desconcertante viaje hacia los delirios de los científicos más brillantes del siglo XX.

Otra obra suya La piedra de la locura, examina los límites del sentido común y el caos que persigue las huellas de la sinrazón a través de la literatura, los márgenes que nos ha dejado el arte y las diversas teorías científicas que se manejan en la historia.

Un verdor terrible se ha convertido en un fenómeno editorial: traducido a 32 idiomas. Ganó el Premio Galileo y el Premio Municipal de Santiago y fue finalista en el International Booker Prize y el National Book Award for Traslated Literatur. Este fue justo el primer libro que leí de él.

Ahora me encuentro con Maniac. Esta obra explora los límites de la razón trazando el camino que va desde las matemáticas hasta los delirios de la inteligencia artificial. Guiado por la enigmática figura de John von Neumann, un moderno Prometeo que hizo más que nadie por crear el mundo que habitamos y adelantar el futuro que se avecina.

En Maniac,Labatut se sumerge en las tormentas de fuego de las bombas atómicas, en las mortíferas estrategias de la Guerra Fría y en el nacimiento del universo digital. Por último, les diré que este libro culmina con la batalla entre un hombre y una máquina.

Pensemos que podríamos estar en presencia de un Julio Verne contemporáneo. Si después de esto no les da curiosidad leerlo ya no sé qué más puedo hacer. Así que, en cuanto les sea posible rífense Un verdor terribleo Maniac, les aseguro que ambos libros les robarán el sueño y después de leerlos les volará la cabeza.

(Todos los datos sobre Benjamín Labatut los tomé del perfil de la editorial Anagrama sobre el autor).

Ahora bien, y en un contexto completamente distinto: se me ocurre que para finalizar podría escribirles algo sobre una de las tantas pendejadas que hice en aquel lejano y fatídico 2020 (como si no fuera suficiente con haberme drogado con el patrocinio del Doctor Simi). Justo en esa pandémica época en la que todos estábamos encerrados. Del monstruo color naranja llamado Trump y de la novela de Rodrigo Rey Rosa ya les hablaré en la siguiente oportunidad.

Antes debo aclararles que durante el encierro viví con una amiga cuyo nombre era Claudia. Éramos roomies y yo vivía en su departamento. También debo decir que era más aburrida que morder un trapeador. Yo tenía a bien denominarle Doña Valium.

Recuerdo que de aquel incidente escribí un relato que comenzaba con una inútil e ingenua pregunta: ¿saben ustedes lo que es un piso de duela un tanto resbaloso y bastante sólido? No, no lo saben; lo sé yo, pues tuve con él una íntima comunión.

Verán: algunas semanas atrás discutía no sé qué tonterías con La roomie (discutir es uno de los pasatiempos favoritos de Claudia. Aparte le vale madres, tenga o no tenga idea de lo que está hablando, se escuda en que las cosas son así porque lo dijo Mhoni Vidente. He llegado a la conclusión que ni siquiera tiene sentido rezar por el alma de Doña Valium), cuando de manera súbita me dio por recordar que estaba a punto de llevarse a cabo el sexto juego de La Serie Mundial.

Así pues, me disculpé con La roomie y me dirigí a mi alcoba raudo y veloz a ponerme la pijama, que no es otra cosa que un pinche chor y una camiseta que parece coladera de tantos agujeros que tiene. Una vez que me encontraba vestido para la ocasión, abrí el refri y me serví un vaso de Coca Cola light. De esos pinches vasos que parecen vitroleros de kermés y que le regalan a uno en el cine al comprar un combo.

Ya que tenía mi garrafón de Coca Cola light visité la alacena y me llevé todo aquello que tuviera pinta de botana. Me encontré unos Cheetos de 1984, unos cacahuates japoneses (es fecha que no entiendo por qué les dicen así. Si algo me enseñó la vida es que ni la ensalada es rusa, ni las papas son francesas. Y estoy seguro que esos pinches cacahuates no vienen de Japón), unos Sabritones rancios y unas galletas saladas. Tomé un recipiente y revolví todo.

Me dirigí de nuevo a mi cuarto, me recosté en la cama y encendí el televisor. Justo cuando comenzó el partido recordé algo más o menos importante: no me gusta el béisbol. Así que, no tuve otro remedio que buscar algún programa divertido en la tele y, como habrán de suponer, no encontré ni madres.

Minutos después me paré al baño y me pareció que sería buena idea tirar el refresco. Para hacerlo bien decidí que dos litros de Coca Cola light los derramaría en la cama y los otros dos litros los regaría por el piso. Fui a la cocina por un trapeador y justo cuando llegué a mi cuarto tuve otra brillante idea que me susurré al oído: querido Gabriel, ¿por qué no aprovechas que vienes descalzo y que regaste la mitad de tu Coca Cola por el piso? Es un buen momento para resbalarte y ponerte el putazo de tu vida, ¿no crees?

Después de catorce años de psicoanálisis, aprendí que debo escucharme a mí mismo y hacerle caso a mi intuición, así que, como deben estar suponiendo, me partí media madre y terminé desparramado al lado de la cama. Con mucho trabajo logré pararme, me sentía como chimpancé después de una embolia. Ahora no podía caminar y la pijama, el suelo y mi cama seguían mojados.

Encima de todo, Doña Valium se emputó, resulta que limpié la duela con el trapeador que usa para los balcones, porque han de saber que la casa de Claudia es una mezcla entre Oxxo y Home Depot. Hay de todo: diez tipos de sartenes, cuarenta tablas para picar fruta, dos máquinas para hacer café (y Clauida no toma café), setenta y dos sabores diferentes de té y, por supuesto, Sabritones rancios y cacahuates japoneses que no vienen de Japón; tres escobas y dos trapeadores: el que debí haber tomado y el que tomé.

La verdad es que a veces La roomie me hace sentir como cocodrilo en fábrica de carteras, miedo me da hasta estornudar. Doña Valium, en ocasiones, puede ser muy complicada. El asunto es que pasé una noche infernal, pero no hay Voltarén ni Flanax que no logren arreglar todo en cosa de dos meses.

Por ahora me encuentro bien y justo estoy pensando algunas cosas: A) Ya se acerca la final del torneo de futbol. B) El futbol sí me gusta. C) Estoy seguro que pronto haré otra pendejada. D) Pero también estoy seguro que esta vez sí tomaré el trapeador indicado. E) Todas las anteriores.

En fin, al fin, por fin. Cualquier queja, sugerencia o mentada de madre con esta columna que va de lucidez a la pendejada, favor de dejar su comentario, inigualable damita, encantador caballero.


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