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Ciudad de México, 4 de mayo de 2025 (Neotraba)

Insensatos lectores: el día de hoy pensaba tratar un tema que me trae medio apendejado, me refiero a la IA (Inteligencia Artificial). Ayer me desvelé viendo un documental al respecto y me quedé pensando mucho. El año pasado también leí un libro de Labatut llamado Maniac y no alcancé a ver con claridad la dimensión de la amenaza que el autor está planteando.

Antes de angustiarlos quería decirles que la semana pasada estaba buscando una constancia de actividad fiscal emitida por el SAT. La verdad es que no la encontré y me vi forzado a realizar el trámite de nuevo, pero, lo que sí encontré fue un librazo llamado Así escribo(les confieso que estaba en un cajón de la cocina, la neta en mi casa hay libros escondidos por todas partes), consta de una compilación de textos en los que 53 escritores describen su proceso creativo y de algún modo comparten las razones que tienen para escribir.

Gracias a Delia Juárez, quien se encargó de reunir esta serie de artículos que se publicaron en la revista “Nexos”, podemos leer y hablar de la obra en cuestión.

Todo comienza con una frase del portugués Antonio Lobo Antunes: “Escribir es como una droga. Se empieza por puro placer y acabas organizando tu vida como los drogadictos, en torno a tu vicio”. Creo que esto quizás sea aplicable para aquellas personas que viven de esto o que de plano les resulte imposible vivir sin tener una pluma y un cuaderno a la mano para narrar el mundo o tratar de interpretarlo mediante la palabra.

Francamente no es mi caso, a mí me gusta expresarme. Escribir me divierte, le da un sentido a mis días y me aclara las ideas. Digamos que no entiendo ni mierdas en lo que respecta a la vida, pero narrar lo que me ocurre, o en su defecto hacer una novela, me aligera un poco el derecho de peaje que hay que pagar por habitar este planeta.

Pero dejemos de lado las tragedias y analicemos el libro. Pensaba que bien valdría la pena transcribir aquí algunos párrafos que me han gustado mucho. Los autores son muy diversos. Podemos encontrarnos a David Toscana, Rosa Beltrán, Eduardo Antonio Parra (el gran “Parrita”), Aline Pettersson, Álvaro Uribe y chingos de autores más (a muchos no los topo, la verdad).

Iniciemos con Francisco Hinojosa: En total desorden. En el caos absoluto. Saltando de un texto al otro. Con fastidio cuando las musas me abandonan y con furor cuando me visitan. Todos los días. Por las mañanas, por las tardes, por las noches y, con la ayuda no infrecuente del insomnio, por la madrugada. En silencio de preferencia. Aunque de vez en cuando, según qué escriba, con música: salsa, rock, Mozart, jazz, y una vez, juro que una sola vez, Los Tigres del Norte. Nunca con mariachi (menos mal). Con café, jugo o té antes de las doce. Con cerveza cuando ya el juego es legal…

Por su parte Guillermo Fadanelli afirma lo siguiente: He olvidado las razones por las que escribir fue al principio una actividad importante, casi una necesidad. Lo más probable es que no estuviera en mis manos la elección de mi oficio y que una suma de tropiezos me pusiera en el camino de la literatura. Los tropiezos son un tesoro que los hombres románticos acumulan para hacerse los desgraciados y acercarse de esa manera al arte. A veces mienten con tal de hacerse un pasado interesante, como es mi caso, aunque en ocasiones su sensibilidad es en verdad consecuencia de una suma de desgracias que hacen de su escritura una cosa viva, oscura e inexplicable.

Chéquese esta frase, damita, caballero (muchos políticos deberían darle un vistazo): El entusiasmo y el narcisismo unidos forman una pócima venenosa y sus consecuencias son desastrosas… una verdadera joya.

Así como no poseo una hora precisa para morirme, tampoco contemplo un determinado horario para escribir. Puedo hacerlo en la madrugada o unos minutos después de despertarme, mientras pruebo alimentos en la mesa o cuando converso con otra persona…

José Agustín: Toda mi vida he escrito de noche. Hola oscuridad, vieja amiga, de nuevo te saludo. Empecé a los once años de edad, y mi madre se escandalizaba al descubrirme tecleando a las cuatro de la mañana. Bueno, en realidad yo escribía a todas horas…

Eliseo Alberto: Una ventana. Necesito una ventana para sentarme a escribir. Prefiero hacerlo temprano, aún a oscuras, sobre todo si estoy trabajando en una novela. Los amaneceres me tientan más que los crepúsculos. Suelo llegar cansado al atardecer, con la mirada fastidiada por las malas noticias del día y con un saco de palabras vagas al hombro: voces de piedra, vocablos rocosos, adverbios derretidos…

Más adelante nos confiesa lo que a mi gusto es lo más interesante: Yo necesito tener a mi lado una tropa de seres malolientes, intrigantes, virulentos, mercenarios, presumidos, caraduras, altaneros, criticones, lechuguinos, alfeñiques, proxenetas, gilipollas, anarquistas, comunistas, papanatas, holgazanes, perspicaces, cometrapos, remolones, asesinos, ventajistas, casasolas, pelagatos, adivinos, vendepatrias, ermitaños, mandamases, meretrices, prostitutas, vivarachos, mataperrros, fatalistas, vacilantes, demagogos, miserables, circunspectos, testarudos, cascarrabias, buscavidas, burlamuertes, compatriotas ¿ciudadanos o animales? En teoría esta pequeña serie de personajes lo acompañan cada día, le cuentan su vida y es así como se lanza a escribir. No me pregunten si se los lleva en micro, en camión o los transporta en burro, en perro o en barco, no lo sé, pero creo que ni El Señor de los Anillos tiene tantos personajes.

Enrique Serna: Odio la vida ordenada pero he tenido que sucumbir a ella para encontrar en las palabras una evasión de la realidad mucho más radical y efectiva que el alcohol o las drogas. La escritura es el arte de convertir la tensión nerviosa en estilo, pero esa tensión es tan difícil de soportar que muchas veces derrota a la inteligencia.

David Toscana (escribe su texto en tercera persona, qué raro): Toscana no está seguro de cómo escribe. No sigue horarios ni rituales ni tiene manías. Al menos eso cree. Ahora lleva meses sin escribir, al menos seis, desde que puso punto final a su última novela. Y no le corre prisa. Ha escuchado un consejo cientos de veces: que un escritor debe escribir todos los días. Tal vez sea bueno, tal vez no.

Sabina Berman: Así escribo. Como si hablara. No quiero ningún artificio. Pongo a un lado las metáforas. El eufemismo. El ingenio. La ironía (aunque a veces la ironía se cuela). Intento las palabras en su primera acepción. No la segunda o la tercera. Intento un idioma adherido a las cosas donde el agua es agua, la luz es luz, el aire es aire.

Podría seguir transcribiendo algunos cuantos autores más, pero no los quiero aburrir. Son 53. Y me parece que tengo algo importante que decirles. Recuerdo haber leído este libro hará unos siete, ocho años y creo que no entendí el verdadero sentido de sus palabras.

Escribir es un acto personal e íntimo. Muchas cosas lo son. Por un tiempo estuve desesperado buscando consejos para aprender a hacer un libro, analizando decálogos de distintos maestros que se dedican a la novela y el cuento. Me inscribí a cualquier cantidad de cursos y talleres, leí manuales y estructuras de todo tipo.

Me sorprende ver cómo ciertas personas por las noches no pueden pensar y por las mañanas son la reencarnación de Einstein o Jesucristo. A mí me pasa todo lo contrario: por las mañanas no sé si me van a crucificar o si debo resolver una ecuación para darle más potencia a una bomba atómica. Por las tardes no es que sea más inteligente, es sólo que ya puedo pensar un poco.

Algunas personas escriben de pie, otras en la cama, unas con una libreta y una pluma, hay quienes, como yo, lo hacen siempre desde el teclado. Y no falta el romántico que aún utiliza una Remington.

Lo que me parece importante recalcar aquí es lo siguiente: la vida es igual. No hay recetas para vivir, no hay manuales, ni redes de seguridad. Y no sé ustedes, pero ahora que entiendo esto, el proceso me resulta fascinante.

Por lo tanto, el día de hoy sólo puedo desearte lo siguiente: Utiliza las 24 horas del día como te venga en gana. Que tu vida encuentre el rumbo que tú quieras darle. Que tus zapatos se llenen de tierra. Equivócate todas las veces que te sea posible y que te revuelque la ola. Que vivir merezca la pena.

Antes de ponerme cursi y mamón, mejor les hablo sobre el planteamiento inicial de esta columna. Me refiero a la IA. Les decía que ayer me desvelé viendo un documental y me quedé pensando. La protagonista del reportaje viaja de continente en continente y de laboratorio en laboratorio, observando los avances de nuevas tecnologías. Habla de física cuántica y de computadoras capaces de realizar operaciones complicadísimas en segundos.

Recordé Maniac de Labatut. En la última parte del libro habla sobre un juego llamado Go (mucho más complejo que el ajedrez) y sobre un programa de cómputo que logra vencer al ser humano más capaz de todos los tiempos.

Y hasta acá todo bien, pero cuando la conductora del documental se dirige al centro de Londres a visitar un zoológico y se queda contemplando a algunos primates que se encuentran detrás de un cristal. Comencé a preocuparme. Con cierto dejo de tristeza en el rostro explica ante la cámara lo siguiente:

“Estos majestuosos animales nos ofrecen una visita al pasado y quizás hasta una visión sobre cómo podría ser nuestro futuro, hace aproximadamente 10 millones de años que sus antepasados crearon por accidente la línea genética que llevó al surgimiento de la humanidad como la conocemos y creo que es seguro decir que no tuvo un buen resultado para los gorilas. A medida que la inteligencia humana fue evolucionando nuestro impacto en el mundo dejaba a los gorilas al borde de la extinción. Esta metáfora de la que hablo fue denominada por los investigadores como el problema de los gorilas y básicamente se utiliza para advertir a las personas sobre los riesgos de construir máquinas que sean mucho más inteligentes que nosotros y se refiere al peligro de que una IA superhumana pueda llegar a apoderarse del mundo y convertirse en una amenaza para nuestra existencia”.

Y como sabrán esa advertencia no ha detenido a empresas como Meta, Google y Open AI, que están tratando de construir computadoras que superen a la inteligencia humana en todos los ámbitos.

Desconozco si nuestra generación alcance a ver estos cambios. De sobra sé que estamos destinados a desaparecer algún día, aunque la pregunta creo que sería la siguiente: ¿Seremos capaces de generar nuestra destrucción? Una cosa es que suceda por un capricho de la naturaleza y otra muy distinta es crear nuestra propia aniquilación.

Por supuesto que los científicos y los laboratorios tecnológicos tienen conocimiento de esta teoría, pero, como de costumbre, la inmensa cantidad de dinero que representa poseer estas computadoras no logrará poner freno a los inminentes deseos del ser humano de jugar a ser Dios.

Podría escribir estas mismas advertencias desde la literatura y el cine y hablar de Asimov, Mary Shelley, Ray Bradbury, Philip K. Dick, Matrix y demás, pero, lamentablemente, el tiempo se nos agotó.

Cualquier duda o sugerencia sobre esta columna que escribe como se le da la gana y que se encuentra aterrada por los avances tecnológicos, favor de dejarnos sus comentarios, gooooapísima damita, sensacional caballero.


Gabriel Duarte. Ciudad de México 1972. Es Licenciado en Mercadotecnia por la Universidad Tecnológica de México. Estudió literatura en SOGEM. Está por publicar su primera novela.


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