Amamantar a Dios
Es Noche Buena y el hijo de dios debe de comer, por eso María, estrella de los mares, lo tiene que alimentar.
Es Noche Buena y el hijo de dios debe de comer, por eso María, estrella de los mares, lo tiene que alimentar.
Por Edgard Cardoza Bravo
Ciudad de México, 24 de diciembre de 2020 [00:01 GMT-5] (Neotraba)
Es Diciembre. Observo el firmamento. De esa estrella que brilla más que siempre –según los eruditos– ha de surgir el efluvio que hará nacer del útero de una virgen nazarena el verbo divino transfigurado en carne de hombre… Venus, la gran albina, surgió –dice la leyenda– del mar, seno de la tierra, justo al caer el ángel desalado: brotó precisamente de la modulación del grito ruinoso de luzbel y se sentó a esperar por siglos a la virgen de Judea, la de vientre puro, Miriam, María, literalmente estrella de los mares.
‘El que habrá de nacer’, viene a borrar del viento aquella voz maldita de luzbel en su caída, a hacer que la placenta de varona (el mar mismo de donde nació Venus aquel día de sombras) sea sanada y que Dios se haga hombre en vez de grito errante… Venus –astro que nace de los mares– es María misma reflejada en el cielo, conminando a los hombres a estrenar su voz nueva, sin grumos desalmados en el aire. La estrella luminosa es María, desde el cielo irradiando su propio alumbramiento.
Tres reyes de lugares lejanos han leído simultáneamente las señales y en sus presentes llevan la interpretación del nacimiento: oro para escrutar los signos de la noche e instaurar la luz de arriba en los caminos de la tierra; mirra para barrer con su perfume, de una vez para siempre, el azufre del mundo; incienso para hacer que los ojos de María se reconozcan en el brillo de Venus, su espejo luminoso, y anunciar que al fin sus mareas confluyen en Jesús: aplacador del grito perverso de luzbel. Celebremos, dicen Melchor, Gaspar Y Baltasar, el encuentro de dos océanos que comparten el mismo nacimiento, Venus y María, los cielos y la tierra inundados de gracia: Y el verbo se hizo carne,/ y habitó entre nosotros (Juan 1, 14). Y la palabra de Dios se hizo hombre, iluminando todo lo que habita sobre la tierra: pues al principio fue el verbo, igual que ahora. Dijo Dios haya luz, hubo luz, y fue todo bendecido.
María conoce bien el significado de su nombre: “estrella del mar”, en hebreo. Sabe que aquel lucero enorme que ha traído reyes y pastores a celebrar su alumbramiento, es ella misma dando gracias por el bien concedido, por la merced triunfante sobre las profundidades del averno. Sabe que el astro es su cuerpo en ascensión anticipada…
María se siente exhausta. No tanto por el parto que le provocó dolores en la misma medida de la gracia dispensada, sino por la emoción y el gran compromiso contraído a través de su hijo-hombre-Dios: Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, recordó las palabras de Isabel. Creyó escuchar también algunas de las palabras anunciadas a José, su casto esposo, pocos meses antes: … un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús… El nombre de Jesús… El nombre… Y se durmió.
Miriam, María, estrella matutina, comenzó a soñar con su infancia. Tendría siete años e iba de la mano de Joaquín, su padre, por la ribera de un mar de aguas turbulentas. Pero de pronto ya no estaba de la mano de su padre, sino bajando un cerro humeante, acompañada de un hombre de pelo blanquecino, a quien reconoció como Moisés, que a su vez cargaba en cada brazo una piedra plana con raras inscripciones… Ahora se vio a la entrada de un pueblo sobre el que llovía azufre y fuego, junto a un individuo que dijo llamarse Lot, quien la vio un breve instante, y le dijo apresurado: aquí no puedes estar, niña, ve con Abraham, él sí sabe qué hacer. Y caminó y caminó en dirección inversa a donde estaba la lluvia de fuego, mas nunca logró dar con el mencionado Abraham; hasta que se encontró abrupta y nuevamente a la orilla del agua, pero no era ya el mar picado de antes, sino una enorme extensión de aguas tranquilas, como muertas, en donde la única señal de vida era ella misma… Ya se iba, cargando en su corazón una extrema tristeza contagiada por la quietud del agua, cuando surgió un gigantesco pez que expulsó de sus fauces afiladas, a escasos metros de ella, una estrella de mar de cinco puntas y de considerable tamaño… Y al recogerla, supo que el objeto era ella, María, Miriam, la estrella matutina.
Amanecía. María despertó. Se descubrió entre reyes, pastores, hortelanos, mujeres de la tribu y uno que otro animal. Todos cantaban o emitían plegarias al rey de la creación; se sentían plenos, saturados de gloria. María, por el contrario, se percibía el más humilde ser del universo. Se vio en aquella gruta áspera y fría horadada en la piedra, y tuvo la visión de que estaba emergiendo de un parto de la tierra.
María observó con ojos un poco perturbados a sus jubilosos visitantes, bajó la mirada a su regazo, y se dispuso a amamantar a Dios.