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Ciudad de México, 5 de marzo de 2025 (Neotraba)

Insensatos lectores: antes de iniciar con este rebrote de palabras, debo confesarles que de un tiempo a esta parte me siento un tanto perdido, como si estuviera caminando por el departamento de lencería de la Comercial Mexicana, motivo por el cual me resulta urgente hacerles una pregunta: ¿alguna vez han escuchado hablar del bloqueo del escritor? Digamos que es algo así como cuando se tapa el baño y no hay manera de utilizarlo, es decir, me está costando mucho trabajo poner a funcionar el cerebro y desafortunadamente no conozco ningún destapacaños para las neuronas.

Por alguna rara circunstancia, que aún no alcanzo a comprender, las ideas no fluyen y no encuentro el modo de iniciar con un discurso atinado y más o menos coherente. Sin embargo, una promesa es una promesa y qué culpa tiene usted, inigualable damita, enjundioso caballero, de que acá su humilde napkin tenga la cabeza como terreno baldío y con telarañas hasta el último rincón.

Recuerdo haberme comprometido con ustedes a escribir esta columna cada domingo, así pues, y dicho lo dicho: le suplicamos que abroche su cinturón de seguridad, retire la mesa de servicio que se encuentra frente a usted y coloque su respaldo en posición vertical porque (a pesar de que en estos momentos tengo el nivel intelectual de un manatí) estamos a punto de despegar.

Iniciaré por decirles que algunos años atrás el gran Iñakikín me invitó a tomar un curso de actuación para no actores. Francamente no pensaba ir. Todo comenzó una noche en que se nos pasaron los mezcales y estábamos con la poderosa Carla con “C”. Recuerdo que Iñas comentó algo sobre un lugar llamado Teatro Lúcido que yo no escuché (o más bien no quise escuchar).

El caso es que a la semana siguiente ya me habían apuntado para ir al muy mentado curso. Yo me hice bien uei y recuerdo que encontré una excusa insuperable, les dije lo siguiente: “jíjoles, amiguitos, la verdad es que muero de ganas por ir, pero acabo de empezar a hacer ejercicio y el horario entre semana se me empalma con el curso. Lo siento mucho, yaserapalotra.

Por un momento logré apendejarlos, pero con lo hábil y conspicua que es Carla con “C”, minutos después me envió un mensaje diciéndome esto: “ya lo resolvimos, vamos a ir a la clase de los sábados por la mañana”. Después de eso comenzó a intensearme la chica que daba el taller: que había que depositar… y que cuándo quedaba el pago… y que si ya… y que se iban a acabar los lugares… y que si no pagaba no iba a poder entrar… y que si de favor, por favor… y que si me perdía el taller también iba a perder la dignidad (la poca que hasta entonces tenía).

Total, que para deshacerme del calambre que sentía en los juanetes cada vez que recibía un mensaje terminé pagando el curso. Sólo diré que el programa parecía haberlo diseñado Salvador Dalí un día que estaba rifándose unas cubas con José José. Les juro que fue la cosa más surrealista a la que jamás haya asistido.

Recuerdo que Iñas me comentó (ya que iba saliendo de mi casa para la primera clase): “llévate ropa cómoda, de preferencia color negro y ropa interior limpia por si terminas desnudo”. En ese momento reflexioné y le respondí con un castellano que la Real Academia de la Lengua Española hubiera envidiado: “Iñaki, no mames”. A lo que el caballero refutó: “¿Cómo crees?, es broma”. Y para terminar con este lío, les diré que justamente acabé sin ropa, arriba de un escenario, empapado, en posición fetal y con un grupo de desconocidos contemplándome. ¿Quieren saber qué fue lo peor?, me gustó mucho el puto curso.

El día de la clausura lo celebramos con un fiestorrón. Recuerdo que Iñas se ligó a una chica guapísima, inteligente, sensible y con la gracia de un tinaco rotoplas cuando intentaron bailar. Y como me pareció que con un curso no era suficiente, el pinches terco de mí, se inscribió al segundo módulo. No quisiera dañarles el disco duro con demasiada información y hablarles mucho sobre este asunto, sólo les diré que vivir esa experiencia fue una de las cosas más extrañas que me han sucedido.

Si quisieran que les comente algo a mayor profundidad bien podría dejarme su comentario, damita, caballero (y uno de nuestros representantes se pondrá en contacto con usted). Cabe señalar que han pasado más o menos cuatro años desde aquel evento y hay cosas que aún no logro digerir.

Por otro lado, les comento que generalmente recurro a la lectura cada vez que siento que las cosas que quiero escribir no jalan. Los libros siempre logran rescatarme del naufragio creativo, pero nunca me había sucedido que no encontrara una buena novela para pasar el tiempo, y sobre todo para soportar la realidad que en ocasiones me desborda.

Estuve leyendo Las correcciones de Jonathan Frazen, es un libro larguísimo (como un domingo sin dinero) y medio aburridón. Lo leí por recomendación de un amigo que se dedica de lleno a ese asunto de las letras. También porque el zoquete de Iñaki iba a comenzar a leerlo, pero me parece que ni el uno ni el otro atinaron con mis peculiares gustos literarios.

Al gran Iñas le pareció una novela extraordinaria. Debo decir que a mí me gustó mucho la estructura de la trama y la construcción de los personajes. Reconozco que la historia es buena y creo que por eso aparece en muchas de las listas de los libros que hay que leer.

En resumen: habla del modo de vida de muchas familias que habitaron los Estados Unidos entre los años cincuenta y los noventas, años más, años menos. En concreto de una familia muy particular, pero el análisis es tan profundo que la historia, creo, termina siendo la historia de muchos ciudadanos norteamericanos.

Franzen manifiesta con claridad cómo cambió el paisaje, la gente, las costumbres, las relaciones familiares, la economía y la existencia de las personas (“manifiesta con claridad”, bien pinches dominguera la expresión, como cuando alguien utiliza el verbo “coadyuvar”, dan ganas de ir a putearlo) en el vecino país del norte. A mi gusto la novela parece electrocardiograma, en ocasiones alcanza unos niveles de atracción muy alta y páginas después lo encuentro tan desabrido como morder el trapeador de la vecina.

Para ser muy honesto, cualquier cosa que tenga que ver con ese asunto del “american way of life” me revienta las amígdalas. Aún no he acabado el bendito libro, me faltarán unas 200 páginas, y tal parecería que entre más leo se siguieran sumando hojas. Debo decir que pienso acabarlo por puro y mero pundonor, como el que está en el ring y se crece al castigo (confieso que en ocasiones mi conducta era como la del “Perro Aguayo”, así me pasaba con alguna que otra novia codependiente: entre peor me trataba más la quería y más me aferraba. Más bien creo que el codependiente era yo, o será mejor decir ¿codependejo?).

Por ahora, seguiré a la búsqueda de alguna novela que me llene las entrañas. De esos libros que le hacen cosquillas a uno en el cuero cabelludo y le aclaran las ideas, pero sobre todo quiero leer algo que me devuelva las ganas de vivir que Las correcciones me ha robado.

Para finalizar con el tema, les diré que como no me hallaba empecé a leer otras cosas al mismo tiempo y esto pareciera una maldición: opté por un libro del gran Ricardo Piglia llamado Los casos del comisario Croce, lo tomé porque quiero escribir una novela policiaca, pero también me defraudó. Y por si no hubiera tenido suficiente, compré El extraño caso del doctor Jeckill y Mr. Hide, pensando que con un clásico no habría manera de cagarla.

Acá el asunto es que tuve a bien perder una mochila y si piensan que el libro de Robert Louis Stevenson estaba allí dentro, acertaron, así que, no he podido leerlo. En fin… espero que pronto llegue a mis manos alguna novela que me haga sentir que la vida merece la pena.

Pasando a otros asuntos: recuerdo que la primera actividad que hice una vez que se acabó la pandemia consistió en largarme a hacer ejercicio al Parque México. Me pareció que era una buena idea porque entrenábamos al aire libre. Y seguramente se preguntará usted, romántica damita, poético caballero, ¿y este gusano que pinshi afán tiene por hacer ejercicio? Lo que sucede es que si me apendejo soy de esas personas que puede llevar sus niveles de triglicéridos y de colesterol a lugares insospechados para cualquier ser humano. Y ya no hablemos de lo que puede opinar una báscula cuando me descuido y dejo de hacer alguna actividad física.

El asunto es que en la clase éramos pocos alumnos, pero (siempre hay un “pero”) el Parque México siempre estaba hasta su madre. Les juro que sólo faltaba que pasara un cabrón en chanclas, sin playera y con una toalla amarrada a la cintura para sentir que estaba en Tepetongo. Hasta señores que vestían short con zapato y calcetín llegué a ver.

El grupo era bastante agradable. Por una parte, había una chica rusa que iba con su novio. Ella era más alta que él, y él en realidad era muy bajito, pero era muy simpático (parecía la matrusquita más pequeña de las muñequitas esas que vienen una dentro de otra) y bien pinshi regio.

Tenían una historia bastante peculiar: Mario conoció a Inessa (así se llamaba la líder de la recién formada mafia rusa de la colonia Condesa) en un sitio de internet para aprender idiomas. El mini individuo se enamoró tanto de ella que se largó a Rusia a conocerla. Todo mundo le decía que no perdiera su tiempo y le preguntaban si carecía de sus facultades mentales. A juzgar por los resultados el gran Mario resultó ser todo un campeón. Se trajo a la rusa. Y la verdad que era una chica súper bonita, de carácter ligero y muy simpática.

Por otro lado, iban dos chavas que eran novias a quien tuve a bien denominarlas como las Picapiedra, me recuerdan mucho a un amigo llamado Mauricio que siempre llegaba tarde a clases, ellas hacían exactamente lo mismo. Casualmente arribaban a la sesión justo cuando estaba por finalizar.

Por último, se encontraba la inigualable niña del ukulele. Se llamaba María y me caía espectacular. A mí me gustan mucho esas sujetas que son un tanto desmadrocitas y ella era justo así. Resulta que tomaba clases para aprender a tocar el ukulelele y, desde entonces, me quedé pensando: ¿cómo se les llama a las personas que tocan ese instrumento? ¿ukulelequistas?

Creo que después de esta pregunta tan profunda, de la cual aún no tengo una respuesta atinada, debo dirigirme al final de esta columna. Para terminar, les diré que la poderosa mafia rusa y acá su humilde napkin terminamos siendo muy buenos amigos, aunque tiene mucho que no los veo. Creo que debería llamarles. De las Picapiedra y de la desmadrosa niña del ukulele ya jamás se supo nada.

Lo anterior me orilla a pensar en toda esa gente que vamos dejando por el camino, ex novias, amigos de secundaria, prepa o universidad, primos, socios, vecinos, compañeros de gimnasio o desconocidos con los que terminamos teniendo alguna entrañable relación. Creo que, por ahora, debo enfocarme en valorar las cosas que tengo y en procurar a las personas que hoy están conmigo. Insensato lector: un millón de gracias por tu tiempo y también agradezco que me acompañes en este 2025 que para mí está resultando bastante peculiar.

Cualquier duda, queja o sugerencia con esta columna llena de viejos amigos, experiencias surrealistas y novelas que parecen no tener final, favor de dejarnos sus comentarios, gooapísima damita, varonil caballero.


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