El libro centroamericano de los muertos
Filosofía barata y zapatos de goma es la nueva columna de Gabriel Duarte. Esta semana escribe sobre el fenómeno migratorio a partir de la lectura de un libro de Balam Rodrigo.
Filosofía barata y zapatos de goma es la nueva columna de Gabriel Duarte. Esta semana escribe sobre el fenómeno migratorio a partir de la lectura de un libro de Balam Rodrigo.
Por Gabriel Duarte
Ciudad de México, 3 de noviembre de 2024 (Neotraba)
Insensatos lectores: en estos días he estado un poco abatido con el trabajo y en general con la vida, que me trae de su pendejo.
El asunto es que esta semana me enteré de unas cuantas cosas. Algunas tristes y una que otra más o menos interesantes:
Falleció “El Toro de Etchohuaquila”, el gran Fernando Valenzuela. Tenía 64 años.
Se detectó un derrame de agua en el sistema Cutzamala (la fuga es de cuatro metros de altura y la neta parece que uno estuviera contemplando las cataratas del Niágara).
El señorito Emilio Azcárraga renunció a la presidencia de Televisa por una investigación del gobierno de Estados Unidos. La indagatoria se basa en un supuesto soborno a funcionarios de la FIFA por obtener los derechos de transmisión de la Copa del Mundo.
Los Dodgers ganaron la Serie Mundial.
Descubrieron un cuento inédito del legendario Bram Stoker, autor de Drácula una novela que en su momento cambió la forma de contar una historia, si no la han leído denle un vistazo. La historia es narrada a través de un diario.
Otorgaron el Premio Princesa de Asturias a Joan Manuel Serrat y lo recibió cantando una canción: “Aquellas pequeñas cosas”.
A días de las elecciones en EUA, los candidatos Kamala Harris y Donald Trump, están empatados, según la última encuesta del New York Times. Alertan narcisismo maligno de Trump, resulta que un grupo de 225 expertos en salud mental diagnosticaron al bodoquito con síntomas de personalidad grave e intratable, lo que –afirman– lo hace una amenaza terrible para la democracia en EU (yo diría que para el mundo entero).
Barcelona goleó al Real Madrid a domicilio por 4 goles contra cero.
En fin que, entre tantos temas que me encuentro todos los días, me dio por pensar que sería muy atinado escribir algo sobre el fenómeno migratorio. Debo confesarles que les quedaré debiendo un análisis más a fondo. Me explico: como no encontré ni madres en el periódico, se me ocurrió, en primera instancia, acudir al inigualable Balam Rodrigo para estudiar el tema, porque, aunque no lo crea usted, amable damita, gentil caballero, cada vez que escribo algo necesito hacer varias consultas pa’ no cagarla y soltarme a decirles puras pendejadas.
El caso es que me pegó durísimo el texto de Balam. Se titula Libro Centroamericano de los Muertos. Y la verdad es que ya no fui capaz de seguir escribiendo. Motivo por el cual, esta columna será mucho menos extensa y más fatídica que de costumbre.
Francamente no sé ni qué pesar, ni qué escribir después de leer algunos poemas, por lo que pensé que sería mejor compartir con ustedes algunos versos aquí y tal vez de este modo podrán comprender a qué me refiero. El libro fue ganador del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes en 2018. Algo así como el Nobel de Poesía en nuestro país (no se espanten, no hay rimas ni palabras complejas, cursilería o excesos de adjetivos. Sólo una durísima realidad). Les dejo acá tres tristes textos y ya me dirán qué piensan:
“En vida me llamé Walter. Y heme aquí con mis huesos blanqueando el basurero municipal de Tultitlán. Crucé medio México y su odio entero montado en La Bestia, y a veces a pie, sin respiro para seguir mi sueño: escapar de la cuota serial de las pandillas y comprar con dólares algunos trastos y una estufa para mi madre. Jamás llegué, truncaron mi destino. Ahora no tengo descanso ni sepulcro. Sólo espero el día de la resurrección para levantarme, a la luz de la luna nicaragüence, y tener una muerte mejor. Sería feliz si mi madre hiciera nacatamales y nezquizara el maíz en su fogón. Pero sé que no llora por el humo. Allá en Managua otro estará con mi mujer; uno más le tatuará mis hijos. No muy lejos de aquí mis asesinos calzan mis zapatos, visten mis ropas; policías municipales con más rabia y más saña que las pandillas. Arriba las máquinas trituran lo poco que queda de mis huesos y un chucho mastica sin descanso mis últimos tendones. Dejé un breve recuerdo en el albergue del padre Alexander: “aquí estuvo Walter, originario de Managua, Nicaragua, C.A.” Y aquí sigo.”
“A mí me gustaba partir verga a cualquier hijueputa que no los tuviera bien puestos. Mi nombre comenzó a sonar desde que lo escribí con sangre en las paredes de la cárcel de Cojutepeque en El Salvador. 14 años cabales y 20 muertos, todos tripeados con chimba y con machete. Tres puntos sobre la mejilla. Al salir franco, me contrataron Los Perrones del Oriente porque le pasé verga a dos culos sureños que, según ellos, les parían madre. Música de banda mexicana, narcocorrido y dos líneas diarias –rieles de coca– me protegían (y vos también, Malverde). Cuando mataron a Chepe Luna, mi jefe, me llamaron para trabajar en Tenosique, Tabasco, donde me sumé a los de la letra. Sabían que mis paisanos y otros pollos centroamericanos pasaban en el monte por caminos de desvío. Allí cumplí los 20 y sumé a mi cuenta no sé cuántos cuerpos. Veía a los hombres torcerse de dolor, a las mujeres pedir que ya no las montara; después de destazarlos, jugaba a completar los cuerpos. Siempre me equivocaba con las piezas: cabeza negra en tronco blanco. Me daba risa, igual que cuando era cipote en la vida loca y me llenaba de cinto mi madre cuando algo le faltaba. Siempre con cerveza Pilsener, ceviche y una hamaca en las playas de La Libertad; su arena negra lamiéndome los pies, pupusas de arroz con su loroco, pescado frito. Dejé mi chimba sobre un tronco y otro zeta envidioso por mujeres, culero, me pegó con ella un tiro. Quizá dos para dejarme un par de huecos más donde tenía los ojos, ahí donde el sol siembra sus huevos de mosca, su mara de zompopos, su mordida. En México todas las fosas son comunes, y sin contar la mía, llené docenas. Seguro estaré mejor aquí que allá en Cojutepeque y sus barrotes de mierda. Si Dios o mi madre me hubiera visto así, también me habrían pegado un tiro. Quizá dos. Uno para mis lunas de sangre, otro para la pus del sol. Mirá que nunca tuve nombre, no, ninguno. Vos podés llamarme hijueputa. Lo sé. Vergón.”
“Y Dios también estaba en el exilio, migrando sin término; viajaba montado en La bestia y no había sufrido crucifixión sino mutilación de piernas, brazos, mudo y cenizo todo Él mientras caía en cruz desde lo alto de los cielos, arrojado por los malandros desde las negras nubes del tren, desde góndolas y vagones laberínticos, sin fin; y vi claro cómo sus costillas eran atravesadas por la lanza circular de los coyotes, por la culata de los policías, por la bayoneta de los militares, por la lengua en extorsión de los narcos, y era su sufrimiento tan grande como el de todos los migrantes juntos, es decir, el dolor de cualquiera; antes, mientras estaba Él en Centroamérica, esa pequeña Belén hundida en la esquina rota del mundo, nos decía en su sermón del domingo, mientras bautizaba a los desterrados, a los expatriados, a los sin tierra, a los pobres, en las aguas agonizantes del río Lempa, “El que quiera seguirme a Estados Unidos, que deje a su familia y abandone las maras, la violencia, el hambre, la miseria, que olvide a los infames caciques y oligarcas de Centroamérica, y sígame”; y aún mientras caía, antes aún de las mutilaciones, antes de que lo llevaran al forence hecho pedazos para ser enterrado en una fosa común como cualquier otro centroamericano, como a los cientos de migrantes que cada año mueren asesinados en México, mientras caía con los brazos y las piernas en forma de cruz, antes de llegar al suelo, a las vías, antes de cortar Su carne las cuadrigas de acero y los caballos de óxido La Bestia, antes de que su bendita sangre tiñera las varias coronas de espinas que ruedan sobre los rieles clavados con huesos a la espalda del Imperio mexica, el Señor recordó en visiones a su discípulo Francisco Morazán y le dio un beso en la mejilla , y tomó un puñado de tierra centroamericana y ungió con ella su corazón y su lengua, y recordó que Morazán le preguntó una vez mientras yacían bajo la sombra de una ceiba, aquella en la que había hecho el milagro de multiplicar el aguardiente y las tortillas: “Maestro, ¿qué debemos hacer si nos detienen y nos deportan?”, a lo que Él respondió: “Deben migrar setenta veces siete, y si ellos les piden los dólares y los vuelven a deportar, denles todo, la capa, la mochila, la botella de agua, los zapatos, y sacudan el polvo de sus pies, y vuelvan a migrar nuevamente de Centroamérica y de México, sin voltear a ver más nunca atrás...”
Debo confesarles que todo el libro es así, yo quería profundizar en el tema migratorio y tal vez pensar en el motivo por el que Centroamérica es una región tan olvidada que pareciera la cicatriz de nuestro continente.
Quería hablar sobre una nueva mafia sudamericana llamada el Tren de Aragua, que son unos sujetos venezolanos que ya operan en nuestro país. Su modelo a seguir fueron los Zetas y ahora ya rivalizan con ellos. Es cuestión de tiempo para verlos matarse por el negocio del tráfico de personas.
¿Me creerán si les digo que el tráfico de personas es 13 veces más grande que el contrabando de fentanilo? En fin, que me duele ver estas cosas y tratar estos temas, pero dolorosamente esto también es México. Aunque sea como el polvo que metemos debajo de la alfombra para creer que todo está limpio. Aunque sólo nos quedemos con la idea de que nuestras playas son las mejores del mundo y nuestra gastronomía patrimonio cultural de la humanidad.
Los migrantes también son parte de nuestra historia. Y hoy más que nunca de nuestro día a día. A veces me da por pensar que vivimos enfermos de amnesia. Nos indigna saber del maltrato y la discriminación que sufren algunos mexicanos en Estados Unidos y acá estamos haciendo lo mismo con muchos refugiados que vienen de Centroamérica y del sur de nuestro hemisferio.
Para finalizar, les comento que conocí en el Centro Histórico a un migrante venezolano. Su único sueño es llegar a los Estados Unidos. No tiene familia ni aquí, ni allá. Se llama Félix y viaja solo. Llegó caminado desde América del Sur. Me dijo que cuando llegó a esta ciudad se sintió a salvo. Platiqué con él por unos minutos. Al despedirme una extraña desolación me acompañó por el resto del día.
Gabriel Duarte. Ciudad de México 1972. Es Licenciado en Mercadotecnia por la Universidad Tecnológica de México. Estudió literatura en SOGEM. Está por publicar su primera novela.