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Hermosillo, Sonora, 9 de agosto de 2024

Todas las fotos son de Carlos Sánchez

Hay bellotas a la orilla de la carretera, en ese llano resplandeciente que conecta de facto al verde de la sierra: Cuítaca, lugar donde niños trepan a un auto imaginario y encima de un cartón se desplazan por sobre el terreno pedregoso; los peques levantan sus manos y la sonrisa de los transeúntes encima de Albatros, el transporte, es la correspondencia de felicidad en una tarde que se inscribe lluviosa casi tormenta con granizo y truenos.

Escenas para el ensueño de una película, nogales y encinos, casas de madera con techo caída de dos aguas, por aquello del temporal y la nieve que siga su curso. Hay un arroyo que viaja crecido, analogía de los viajantes en búsqueda de la armonía de un salario, la manutención urgente, respuesta inmediata: la mina de Cananea.

Reminiscencias de Minero, esa obra escrita por Eligio Espinoza, sobre el Chato Mois, los avatares de un pueblo que engendra resistencia, lucha, la bondad de la tierra que se convierte en esperanza para los obreros y abundancia para empresarios.

El agua que cae del cielo recibe a los pasajeros del Albatros número 078, cuentan los más, antes de apearse con la mochila al hombro, que los sueños se cristalizarán en su tierra, que no hace falta brincar al gabacho, que para el que quiere trabajar, en Cananea siempre estarán dispuestas una pala y un pico.

Antes de caer la tarde, en la central de Albatros el sol resplandece y una parvada de tordillos juegan a mojarse en los charcos. Escampa como una tregua para el paso de nuestros connacionales, esos que como mancha se pierden por entre las banquetas, hacia el horizonte, rumbo a la mina Buena Vista del Cobre: los susurros recrean proyectos, mochilas cargadas de esperanza.

En las mismas banquetas, bajo el mismo cielo, muchas veces Rafael Bustamante desafió a los cánones, las reglas establecidas, y se la rifó, a puro golpe de zapato anduvo la ciudad del cobre. Soñaba Rafael con un mundo de equidad, donde los niños de su barrio no lo tildaran de loco ni le arrojaran piedras, ante eso implementó sus caminatas nocturnas, para blindarse de burlas y rocas; sus pasos buscaban una y otra vez la biblioteca, para asirse de los mejores libros y refugiarse de nuevo, como siempre, en su casa de Cananea nueva donde la diabetes y después la próstata lo hicieron dormir sentando, porque una y otra vez al baño, con los orines rojos. En una radio de onda corta sintonizaba las frecuencias de estaciones gabachas, “¿sabes por qué lo hago?, porque es un mito eso de que los estadounidenses son todos unos canallas, hay gente muy hermosa, me tocó conocerlos cuando mis viajes a las montañas”.

Rafael leía en inglés, escribía en inglés, soñaba en inglés. La música a contrapartida, en español: Cadetes de Linares, Chayito Valdez, las Jilguerillas, música que reproducía en cassetes ocho tracks en una consola herencia de sus padres.

Durante las caminatas nocturnas por veredas que se inventaba, Rafael tarareaba sus canciones, como un tributo a los años de juventud, añoranza de tardes de plaza y las orquestas amenizando para los cananenses quienes hacían gala de sus mejores pasos encima del concreto de la cancha improvisada.

En sobres manila (herencia de su madre), Rafael anotaba noche a noche su biografía, el paso por la vida aderezado de los sucesos más trascendentales, una madrugada de duelo por la pérdida de un sobrino que decidió irse con un hilo al cuello dentro del closet. En el patio de su casa un coche de modelo antiguo atestiguaba los años de esfuerzo de su padre, una estufa metálica enorme es la reseña de la ternura en las manos de su madre. Debajo de un albericoque Rafael meditaba sobre las lecturas, y de pronto el impulso irrefrenable le hacía girar la perilla de su teléfono con el número de su amiga Josefa Isabel Rojas Molina, escritora-bibliotecaria, entonces emergían conversaciones cuasi interminables, Rafael describía sus proyectos, Josefa anotaba y de pronto compartían uno que otro poema, así las horas en la línea puesta en la oreja para espantar las desolaciones.

Rafael como Eligio Espinoza, autor de Minero, ese libro que narra las peripecias de una lucha obrera, de los trajines del socavón y el trabajo tierra adentro, soñaba como un mundo mejor; Santiago Rojas Gracia, padre de Josefa Isabel, la poeta-bibliotecaria, también.

Santiago con su mirada taciturna, con las rodillas hechas pedazos y los pulmones ídem, sentado en el umbral de la mina, allí en (oh paradoja) el frontispicio del Hospital del Ronquillo, rememora pasajes que son similitud al contenido de Minero. La memoria como una fotografía sempiterna, la dignidad incólume, el orgullo de sus manos que siempre forjaron un salario para la familia.

El tiempo se detiene, o retrocede, o viaja al futuro, lo que fue o lo que pudo haber sido, los años de respirar la tierra, los amigos idos por la enfermedad del demonio llamada silicosis, la recreación de un mundo adentro donde la oscuridad le comía los ojos y el tiempo, la indefinición de un horario porque “allá adentro la vida se va sin sentirla, ya cuando uno sale del hoyo resulta que ya eres un viejo bueno pa’ nada”.

“No saben a lo que le tiran esos”, dice Santiago mientras mira a los chavales quienes ansiosos se acercan a la mina, en búsqueda de empleo, los mismo que el día anterior descendieron del autobús en esa tarde de nubes y pájaros. “Porque pobrecitos, si no les dan el trabajo regresarán a sus pueblos llenos de tristeza, pero si les dan el empleo seguramente se enamorarán de la mina y puede que nunca más regresen de donde vienen”.

“Lo volvería hacer –dice Santiago–, porque no hubo más opción, porque a la tierra pertenecemos y lo único que me queda para con la mina es la gratitud por darme la oportunidad de sacar a mis hijas adelante”. Una tos que suena a añoranza le interrumpe la voz a cada dos tres oraciones, su mirada destella júbilo, porque hacía años que no observaba lo que queda de cerro, ese animal enorme que un día de juventud miró completito. Las piedras derruidas se convirtieron en el sustento de muchas familias, en el crecimiento de un pueblo que se convirtió en icono de la Revolución Mexicana: Cananea, la fonética que sugiere el camino incansable para el desarrollo de los sueños de muchos trabajadores que desde antaño se empeñan en la labor. Y continúan.

Rafael Bustamante una tarde, sin saberlo, hizo su última llamada a Josefa, hablaron en ese momento de poesía, en el lenguaje más indescifrable de Rafael, Josefa prestó sus oídos y le llenó de emoción la voz de su amigo. Esa sería la última tarde en la que se comunicarían, a la mañana siguiente Rafael murió en el interior del baño, con las manos dentro del retrete que él mismo acondicionó como lavamanos, “porque el agua escasea mucho”, me dijo una madrugada en la que bebíamos café y escuchamos a Los montañeses del álamo, esa vez en la que nos visitaron los muertos, sus muertos, para informarnos que en esa casa ellos llevan y llevarán siempre en control de las cosas. Rafael murió allí, en compañía de los suyos, y permanece.

Eligio Espinoza, autor de Minero, la implacable novela, el recuento más puntual y férreo de lo que es la vida adentro, el abuso del poder, un homenaje como ofrenda a su padre El chato Mois, murió en Caborca, no sin antes acabalar el ciclo de los textos que le heredó su progenitor, esas memorias convertidas en libro: el mejor de los legados para los trabajadores de la mina, jubilados y activos, la historia de cómo se forja un pueblo en manos de los norteamericanos que todo lo cercan.

Santiago Rojas García, con sus pantalones remangados, su camisa a cuadros y su voz cancina, permanece en la añoranza de lo que fueron aquellos años de barrenar la piedra, en el temblor de sus palabras se refleja el temblor de sus manos que excavaron una y otra vez. En ocasiones se trepa a los rieles que pasan cerca de su casa en la Cananea vieja, y en la metáfora de sus manos empuña fervientemente la historia de aquellas tardes de cine, de unos tacos en La cabaña del tío Tom. Y anda cada que puede con su mirada hacia el horizonte, el pueblo de atardecer rojizo que lo abarca todo.

Josefa Isabel Rojas Molina va y viene a la biblioteca, allí, dentro de una oficina en la que cultiva plantas del desierto, los muchos libros y la construcción de historias desde sus manos y su talento, rememora los días de infancia, la inmensidad de los hijos; el olor a café y los talleres de creación literaria le llenan de felicidad. Un camino siempre seguro.

A los muchachos de mochila al hombro se les ha visto pasar con el polvo sobre sus ropas y la alegría que corresponde la garantía de un empleo. A la plaza Juárez marchan como paso obligado, allí donde los niños corren tras una pelota, o sobre los pedales de una bicicleta, debajo de sicomoros y entre el rumor de jubilados de la mina, las conversaciones cotidianas, interminables.


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