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Hermosillo, Sonora, 12 de julio de 2024 (Neotraba)

Ya después vendría la otra visita, con la mirada distinta, en otro contexto: la afable armonía que representa la mar.

Pero antes se escribió la historia adolescente, de cuando las pulsaciones del corazón son la garra que todo trasciende, que marca una seña obscena a los imposibles.

Todo empezó en la zona vieja, entre brandy don Pedro y rones cubanos. El chino descorchó las ideas, nos trepamos en su vocho y nos fuimos por la vereda que va a la mar: amanecidos, con los rayos del sol que penetraban la cabina del coche, y un ronroneo implacable dentro de la cabeza. En el trayecto, con la náusea incandescente, soñaba una jarra de limonada repleta de hielo. “¿Falta mucho para llegar?”.

El Choyudo. Fotografía de El chino.
El Choyudo. Fotografía de El chino.

El paisaje del desierto, cactus y cachoras, tarántulas en búsqueda de sombra, los nopales a la orilla de la carretera.

¿A quién se le ocurrió El Choyudo? La pregunta sin respuesta, a esa hora la edad es un reloj sin manecillas. El horizonte es playa y nos vamos, rolas de La conce y la evocación inevitable de esos cuerpos sobre el escenario descapotando el pudor y asumiendo la liviandad. La noche en la que el velador de la zona vieja se quedó sin lámpara, y sin calzones porque dos prostitutas lo subieron al escenario y se cobraron a lo chino un servicio que les debía; al tipo del carro deportivo un fresco le bajó la cartera, el cantinero pecho peludo se quedó dormido y no hubo quién nos atendiera, ni quién nos cobrara, salimos del bar Armidas con la carcajada presta, porque nos ahorramos unos billetes y la consecuencia fue el tanque del vocho a reventar de gasolina. Pa’donde apunte la flecha.

El Wito se carcajeaba, porque el copiloto tiene la ventaja del viento en la cara. Yo en las inmediaciones de la pesadilla con los ojos abiertos, solo repetía la pregunta: ¿falta mucho? Alucinaba con unos tacos de pescado, un clamato y tenderme sobre la arena a contemplar, añoranza sobre el sonido de las olas.

El Choyudo está enclavado en la costa del Golfo de California, es playa virgen y los peces se te suben solos al anzuelo, exponía El chino entre rola y rola. Por eso venimos para acá, es más fácil llenar la hielera de tilapias y bagres, comer en silencio a diferencia de Bahía Kino o San Carlos, esas playas que ahora pertenecen a los ricos. ¿Y el narco? Mejor ni te cuento.

El chino destapó la botella de Presidente que nos robamos en el aguaje del barrio, de cuando pasamos por más merca pal destino, el Wito se quitó los zapatos, yo afanaba con salir del vocho porque el respaldo del asiento estaba atorado, y un calorón de otro mundo. Tambaleándome trepé al cerrito que colinda con la marea, y allá los vi, entre las piedras, el Wito como los grandes, lanzó la caña y ésta se perdió entre la espuma. Así permanecimos por mucho rato, yo mirando a lo lejos, la vista que se me perdía en un cerro, a un lado de mí los pescadores del desvelo fantaseaban con sacar el pescado que nos quitara el hambre.

Entre la euforia de los tragos, las palabras hilvanando sucesos de la noche de anoche, una gaviota graznando sobre nuestras cabezas, se vino de pronto el accidente, el Wito resbaló entre las piedras, el chino intentó agarrarlo de las greñas, infructuoso el intento, de pronto el mar se convirtió en espuma y borró de nuestra mirada el cuerpo del Wito. No recuerdo cuánto tiempo pasó, ni cómo empecé a armar la película del velorio, miré a mi compa dentro de una caja, con los cachetes hinchados y un montón de morras llorándole: ¿por qué me dejaste, Wito de mi alma y de mi corazón?

El Choyudo. Video de El chino.

En la película un pascola prieto mostraba su panza como un sol que me eclipsaba la mirada, era el ritual del barrio, de cuando a los muertos los yaquis les ofrendan danza y cuetes y flores de buganvilias, y para la raza que reza: caldo de wacabakee, porque crecimos con ellos, en las enramadas de la tristeza y en el júbilo de los sábados de gloria.

De pronto me vi bañado en llanto, con el sudor de la humedad recorriéndome la frente, mirando hacia un punto fijo del mar por donde el Wito resucitó. Como un animal al que expulsa el océano, en la culminación de una ola que lo arrojó contra las piedras, fue tan fuerte el impacto que le causó heridas en los brazos y piernas, en la frente un hematoma que de volada se puso morado. Lo teníamos allí, con el resuello agitado anunciando vida. Me puse a contemplarlo y como en un túnel de emociones se me vinieron todos, absolutamente todos los instantes de convivir a su lado, de cuando una vez un policía nos metió una patada en el culo por asomarnos mientras descargaban un tráiler repleto de mariguana, afuera de la procuraduría, al Wito se le ocurrió levantar una cola y olerla, decirles a los chotas que la mota estaba ya viejona.

También lo miré montado en su bicicleta la campamocha, con piñón y desviador, un modelo híbrido que apantallaba hasta al más niño bien de la ciudad, cuánto volarle la greña, luego como en una secuencia de imágenes nos trepamos a la baica de su jefe, don Amado, el albañil; fue en esa tarde de domingo en la que no teníamos en qué irnos a la tardeada al casino del valle, entonces a hurtadillas quitamos el candado de la bichi y hechos la mocha atravesamos bulevares y avenidas, el Wito pedaleando y yo en la parrilla con una grabadora sin tornillos, atado el esqueleto con un alambre de cobre y en sintonía de radio ambiente, bailando la suavecita, entonación previa a ese mundo donde la pista enardecía al son de trompetas y percusiones.

Nos dimos un abrazo que merecía ser eterno. Ya para ese momento El chino tenía en una pileta improvisada entre las piedras a un par de bagres y tres cochitos, nos dio el norte de cómo y dónde podíamos cocinar, para esa hora y con el susto el hambre arreciaba, los dolores de cabeza y la resaca desaparecieron, el desasosiego al límite de la vida con la muerte alivia todos los traumas de una cruda que podría ser monumental.

Agarramos rumbo a playa abierta, allí unos pescadores habitantes de El Choyudo tenían presto un asador y papel aluminio, así mero envolvimos los pescados y los arrojamos sobre las brasas, pronto la carne blanca en nuestros dientes hacía que el calor disminuyera, que el horizonte se llenara de un tono armoniosamente naranja y el agua mansa se ofertaba como un paraíso interminable.

A la bestia, cuánto cambia la vida en un instante, me comentó el Wito ya montados en la caja de un picapón Dodge en el que regresábamos de aventón a la ciudad. El chino se nos perdió entre el desierto contiguo al mar, creo que se molestó por las palabras a manera de broma que le dijimos, de cuando él andaba bailando con la Margarita, esa vieja gorda y trompuda, y clarito vimos de los besos que se daban. Los bochornos posteriores a la fiesta, los trapitos al sol ventilados erróneamente contra el dueño de la nave.

Cantamos algunas canciones, bebimos un par de cervezas que la suerte nos brindó, porque los dueños del coche traían cargadas las hieleras de camarones y de refrescos. En la cara el ventarrón, en la mirada la nostalgia de un domingo de búsqueda y encuentros, de la sal dibujando un mapa en los pantalones a media rodilla.

Esa noche nos pusimos las mejores ropas otra vez, tomamos de nuevo la bici de don Amado, recorrimos las calles incitando los nombres de las morras con las que bailaríamos, y de ser posible amanecer en el barrio con sus voces contándonos historias de secundaria y preparatoria.

El Choyudo. Fotografía de El chino.
El Choyudo. Fotografía de El chino.

No se cumplieron los planes, porque hubo redada y como esa red que horas antes se tendiera sobre los peces, los policías nos agarraron del cuello de las camisas, en la caja de un picapón nos trasladaron a la comandancia norte, a un costado de la zona vieja, donde también horas antes armábamos la fiesta. Tuvimos tiempo para la reflexión, el recuento de los riesgos, a llorar de nuevo porque la muerte solo se asomó a nuestras vidas, el llanto a manera de celebración.

El Wito se puso trucha y verbeó a un policía, le ofreció su cartera, el cinto y el reloj, cayó redondito, al salir de la celda y recoger las pertenencias éstas cambiaron de manos, pero nosotros recuperamos la libertad. Nos regresamos al dancing, y oh sorpresa, la bici de don Amado estaba allí, custodiada por doña Chelita, la buena del puestecito donde mercábamos cigarros sueltos. La grabadora ya ni su esqueleto, pero era lo de menos, había transporte y aún faltaban dos tandas por bailar. Las morras palabreadas ya andaban en otros brazos, nosotros en el pañuelo de los lamentos, muertos de vida y prendidos de la risa.

El Choyudo dejó de ser playa virgen, nosotros también. Uno de tantos días que tramábamos agua por ahí, nuestras cuerdas de pescar descendieron en la playa de marras. En la reconstrucción de los hechos, mientras bebíamos cerveza y tarareábamos canciones, miramos una cruz enclavada justo en el lugar donde el Wito casi se ahoga. La misma fecha y el mismo nombre, con un año de diferencia de nuestro acontecimiento. Aquí yace Jesús Policarpio, con el agua en sus pulmones encontró la trascendencia, del mar al cielo. Y unas manos unidas dibujadas debajo del epitafio.


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