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Hermosillo, Sonora, 31 de mayo de 2024 (Neotraba)

Todas las fotografías son de Carlos Sánchez

Tiene su encanto. El paisaje agreste que de pronto se intercala con un verde incipiente. La carretera a Ures promete un final culinario y feliz. Carne con chile, tortillas de harina, de las grandes, un plato de gallina pinta, un menudo, tamales de elote o de carne. Café recién colado.

Alonso Vidal fue un trotamundos, de aquí para allá, incansable promotor de la literatura, del periodismo cultural, fehaciente contribuyente de las charlas en corto, Lecturas de la lechuza, le nombró durante añísimos. Reunía a la banda y se desplazaba junto a ellos por varios municipios de Sonora.

Cuenta Marcia Romo Paz, también gestora de cultura, avecindada en Ures, que una tarde a Alonso le tocaba acudir a un evento que ella organizaba, Vidal convaleciente dentro de una sala de hospital tiró de la aguja que contenía en su vena, se levantó y sin remilgos abandonó la cama: “Es Marcia y no le puedo fallar”.

Así de bragado el poeta, así de feliz la gestora de cultura. El colofón de esos días fue la repetición de una tarde pletórica donde la palabra generó de nueva cuenta comunidad. Los libros y su significado fantástico. Sin duda hubo café, y galletas, quizá un champurro con tortillas gorditas.

He vuelto a Ures, con el nombre de Alonso en las sienes. Y he vuelto a la casa de Marcia, donde por sorpresa y en tarde de domingo, jóvenes de la Universidad de Sonora filmaban una película en las habitaciones de la casa de Marcia, construcción de paredes anchas y energía afable enmarcada en el siglo XVIII.

El mejor café, conversaciones inteligentes, el compromiso toral con la sociedad, porque es Ures la tierra que se ama, y a la humanidad como consecuencia.

Al fio de un refile, galletas y el fresco vientecillo de la historia contenida dentro de las paredes, Marcia blandió las ideas y proyectos. Se avizora ya la edición XVIII del Festival de la Pitaya, para eso la anfitriona se relame las pupilas y de corrido nos muestra el programa que integra esta convivencia anual, convertida en tradición: Jamoncillo de pitaya, nieve de, mermelada de, jalea de, tamales de, alitas de pollo con, costillas en salsa de, licor de, vino de, cerveza de: todo de pitaya, of course.

En este viaje la carretera impone sus cuarentaitantos grados de calor, y en la memoria la barriga enorme de Alonso Vidal, su voz altoparlante y enjundiosa. Vienen a cuento los días santos aquellos en los que trepados en un Datsun sedán de los años ochenta, nos lanzamos a Heroica ciudad. Alonso debajo del brazo algunos ejemplares de La madriguera de los cobra, novela de su autoría que narra los crímenes perpetrados en el pueblo de Aconchi, con unas galletas envenenadas que se salieron del control de quienes las elaboraron, y también rebasaron los límites de sus objetivos. Una novela que da santo y seña de los crímenes de Rodrigo Cobra.

Te pones abusado (me dijo Alonso) improvisaremos una lectura en la plaza, leeré algunas partes de la novela, ya cuando se junte la gente tú agarras los ejemplares y los vendes, con eso sacaremos para la cena.

Ni gente ni venta, uno que otro disparatado que se detenía preguntar, no sé si con sarcasmos, que si Alonso era pariente de Capulina.

Esa noche nos salvó el profe Nacho Espinoza, nos invitó a su casa y nos dio tamales. El mejor menú para dos hambrientos que construyen la sed de tanto desparramar palabras. En medio de la noche rolaron los tragos, se acopló la magnífica elocuente dicharachera Esther Carter, autora también de algunos libros lúdicos.

A la mañana siguiente amanecimos precisamente en casa de Esther, en compañía de Emilio, quien silente acudió para quitarnos las cobijas y tirar libros, cerrar y abrir puertas, encender la radio y anunciarnos con sus acciones que ya la luz del día.

Emilio, dijo Esther (ya en la segunda taza de café, debajo de la mora en el patio, con un frescor que alivianaba de la resaca), es el fantasma que me heredó mi difunto marido: Jack. Solo la mirada entrecruzamos Alonso y yo, maravillados aún de la arquitectura de la casa, de los troncos de palma que hacen las veces de vigas en ese porche trasero y que colinda con el jardín. Los temores los dejamos en la imperiosa necesidad de seguir escuchando las historias de Esther, los proyectos de sus libros, su estadía en Estados Unidos, el recuerdo de su infancia en Veracruz, el delicado oficio de la odontología que ejerciera durante muchos años, la proclividad a participar en programas de radio matutinos, siempre con críticas de opinión: estilo peculiar y divertido en sus intervenciones.

Eres famosa, Carter, dijo Alonso y Esther nomás se le quedó mirando.

Las horas pasaron y ya de tarde acudimos a casa de Alfredo de la Mora, ciudadano de voz privilegiada que en sus años de juventud hizo época ante el micrófono de la XEPB Radio 14. Con su jovial discurso prendía de la bocina a los radioescuchas, las rolas emblemáticas que dejaron huella, las programaba con su estilo personal el buen Alfredo. Una vez hizo crítica al paro de rutas de camiones, incisivo mostró sus argumentos y conminó a la sociedad a manifestarse. Una que otra pecera cubría las rutas, Alfredo expuso que, si lo escuchaba alguno de los choferes, quizá no se detendría cuando él le hiciera la parada: “Lo bueno es que traigo tenis”, yo que lo escuchaba en el corral de la casa, en una radio de onda corta, me pregunté: “¿serán Converse?”

Esa tarde Alfredo nos regaló un poema, un trago de bacanora y la oferta de regresar a su casa cuando nos diera la gana.

Luego de la visita con de la Mora, acudimos a una casa a unos cuantos pasos, allí un piano nos tomó de la solapa, la ensoñación de una pieza tras otra nos quitó el deseo de seguir indagando el pueblo. Qué manera de mover las manos en aquel joven cuyo nombre no recuerdo, empero que sí sé que no dejó santo con cabeza: en todos los títulos que Alonso pidió, tuvo complacencia.

Todo estaba de perlas, hasta esa hora en la que Vidal pidió clin para ir al baño, el exceso de bebidas nos hizo volver a la ciudad, dentro de una ambulancia, Alonso padecía cirrosis hepática en fase terminal. el Datsun después regresaría por su cauce.

He vuelto a Ures, en tarde de domingo, y he vuelto a la casa de Alfredo de la Mora. Los años pasan y los pasos pesan. Todo se vuelve nostalgia, ahora un teatro vacío atestigua el canto de las palomas encima de los árboles. Yo me sumerjo en la casa de Alfredo convertida en Café la plaza.

En su voz amable, Isabella de la Mora encuentra un lugar para mí, hala de una silla y pronto sirve un vaso con agua de jamaica; el menú: sopa de fideos y tacos dorados. La sopa me recrudece la nostalgia y me lleva a la casa de la abuela, quien tiene (no es casualidad) su origen en Ures, y aunque no lo he dicho, es domingo y vengo a este lugar buscando la verdad de mi apellido; esa sopa cotidiana que nos salvó la vida, pienso mientras cuchareo bajo la sombra de ese árbol dentro del café, esa sopa que mi abuela servía a la mesa (a veces mi tía la Lupe) producto de su trabajo como empleada doméstica.

La abuela, con sus afanes de doce horas diarias, nos dio la sopa y el cobijo y un techo a más de quince cabrones mal agradecidos.

Isabella me cuenta con felicidad que su padre llegará más tarde, que fue por cuestiones de trabajo a la playa de San Carlos, linda similitud de este padre de familia con la actitud de mi abuela: el trabajo dispuesto para la crianza de los otros.

Un menú para el ensueño, la sopa más rica y significativa, cavilo, siento, mientras veo comer a Miguel Ángel, ese señor que labora también en el Café, quizá acarreando los pormenores de la cocina, tal vez yendo y viniendo por lo que haga falta. Dos seres desolados con un tren indomable dentro de sus maletas, me digo.

En la sopa de fideos encuentro las notas que un día tocara el tata Blas, padre de mi abuela Socorro Coronado Quijada, huérfana desde los seis años de edad, y divago en la construcción de una historia que no sé si me invento o escuché decir a la madre de mi madre: Somos de Ures, los Coronado y los Quijada, nomás que mi papá se cambió de apellido porque los chinos en ese tiempo eran perseguidos.

Con los pasos de la nostalgia me dirijo de nuevo a la casa de Marcia, solo para corroborar si el café que tomé es real o también me lo invento. Al atravesar la puerta de la casa, los cineastas, actores, camarógrafos, directores, utileros, arman una fiesta de tacos en el porche. Marcia permanece justo en el lugar donde estaba antes de yo salir. La taza de café, allí, intacta, para llenarme de nuevo de placer el paladar, y de realidad los instantes.

Ya después, carretera antes de que sol…


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