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Barranquilla, Colombia, 16 de mayo de 2024 (Neotraba)

A pesar del llamativo nombre que ostentaba: “Lindas Chicas” –un extinto night club de la famosa calle Murilo de Barranquilla– lo más factible era que no encontrara allí lo que esa prometedora publicidad ofrecía con tanto esmero: chicas hermosas.

Las que allí trabajaron fueron mujeres nada extraordinarias, la mayoría de ellas siempre lucían trasnochadas o aburridas, se la pasaban con los codos enterrados sobre las mesas o desarmando con los dedos los círculos de agua que dejaban las botellas de cerveza que los meseros iban retirando.

Aquella noche, cuando se anunció el primer show del lugar, el sitio estaba medio lleno…

Junio de 2008

La chica en mitad de la tarima se llama Marcela, y es la misma a quien el animador ha presentado como “la trituradora de hombres”, pero más bien se ve a una muchacha menuda, frágil, hasta un poco inocente para llevar a cuestas ese estrepitoso seudónimo artístico.

A Marcela algo parece producirle gracia dentro del público, porque no para de reír mientras se va despojando de a poco del ligero vestuario que trae consigo: brasier rojo y una tanga satín del mismo color. No es muy diestra para el baile, pero ciertas contorsiones al ritmo de Funky Town muestran la elasticidad de su cuerpo, en menos de tres minutos de canción ya está completamente desnuda tratando de dar lo mejor de sí.

Un poco más abajo del ombligo puede distinguirse una cicatriz violeta.

Al finalizar su acto, Marcela lo ha enseñado todo.

Los que aquí estamos vimos lo profundo de su coño al embutirlo con los cinco dedos de la mano. Hemos visto todo de Marcela y lo hemos olvidado, y cuando se ha retirado de la pista no queda nada de ella en el aire, ni el más mínimo detalle que nos permita recordarla por si algún día se cruza en nuestro camino.

En cuanto a las tarifas, en Lindas Chicas encontramos los precios más baratos del mercado ¿mercado negro? ¿mercado bursátil? ¡No! Simple y llanamente mercado sexual ¡Si! Mercado al alcance de la mano y el bolsillo, mercado palpable, sin vitrinas de exhibición que nos separen de la mercancía. Aquí, el contacto es directo con lo que se desea comprar: un par de tetas como melones de temporada a los que se le hunde el dedo para comprobar la frescura y el dulzor de la fruta.

¿Cuánto es? Se preguntará usted.

De quince a cincuenta mil pesos, pero “la Rubia de oro” cobra más, y con justa razón; cuando nuestros ojos se dan de frente con ese rostro de Mae West, ¿quién es ella? uno se pregunta; y, si se baja un poco más la mirada, resbalamos por una cintura tan delgada que podríamos ceñirla con una sortija. Pero no es hasta verla sentada cruzando las piernas sin ninguna precaución, dejando entrever una delicada pieza de lencería negra, para concluir que quizá sea ella la única que parece darle crédito al nombre del lugar.

A esta hora ya no cabe ni una aguja en el aire y todos coinciden en asegurar que su número es el mejor de todos. El apodo de “Rubia de oro” quizá se vea empañado por no ser una rubia auténtica, a pesar de su tez blanquísima, sus ojos azulados y otros atributos, el negro de sus cejas y la delgada franja oscura en la raíz de su cabellera revelan su origen oxigenado, pero de algo no hay duda: es una mujer hermosa, y con un griterío que hiere los sentidos sale al escenario enroscada en una boa de plumas turquesa, mientras la voz de Cristina Amphlett canta “I touch my self”.

Vestida con un diminuto bikini rojo y un par de brillantes piedras cubriendo las puntas de sus tetas, se mueve segura de un lugar a otro dominando los quince centímetros de sus zapatillas. De pronto se deja caer al piso envolviéndose en el emplumado accesorio como si en realidad se tratase de una constrictor que amenazara con engullirla de un solo bocado, luego se pone en pie ya liberada y con un delicado movimiento desata los lazos del bikini que cae resbalando por sus rodillas. Lo que aparece entonces es la perla dorada del caribe, una lujosa joya que se asoma a flor de piel del rasurado, no necesita introducir nada dentro de ella para que en cada asiento una erección quiera reventar las cremalleras.

Al abrirse de piernas al público todo es un primer plano de su esplendoroso coño, allí está ante todos, esa es la puerta de entrada a la mina, más adentro seguramente está el oro.

“Quisiera tocarlo”, murmura el sujeto que está a mi lado en el momento en que la música acaba y la flor se cierra. La “Rubia de oro” desaparece dejando en el ambiente el costoso aroma de su desnudez.

Al salir del sitio son casi las tres de la mañana, lo que afuera ocurre es también parte del espectáculo: mujeres y hombres subiendo y bajando de motos de alto cilindraje, muchos fumando marihuana o inhalando cualquier sustancia.

Subo un par de cuadras ordenando mentalmente lo que he visto para –a lo mejor– escribir algunas notas, entonces una chica cruza mi camino y me ofrece “sexo completo” por diez mil pesos. Sigo caminando, ahora un poco más a prisa, cuando oigo su voz a mis espaldas:

¿Es qué no te parezco linda o tal vez no te gustan las mujeres de verdad?

Al voltear y mirarla de frente, me encuentro con ese maquillaje húmedo que le enturbia la mirada, una fea cicatriz de quemadura atraviesa su cara, bajo la vista hasta sus tacones desgastados de subir y bajar calles todas las noches de su vida, decido que es mejor quedarme callado y seguir mi camino fuera cual fuera.


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