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Persiana foto por Óscar Alarcón
Persiana foto por Óscar Alarcón

 

Por Iván Gómez (@sanchessinz)

 

Sus piernas morenas se extendían hasta el techo tratando de tocarlo, de sentir esa superficie áspera que los protege del piso de arriba y más aún: del aire invernal que domina el ambiente. Sus pies daban vueltas y sus uñas marinas -perfectamente delineadas- bailaban de un lado a otro, daban vuelta en círculos, se movían de arriba abajo, se paralizaban y luego recobraban el movimiento tanto como ella se los indicaba.

Desde los dedos y hasta los muslos destilaba pequeñas gotitas que hacían brillosa a su piel. Su espalda entraba en calor con el roce de las sábanas lila y se impregnaban en su piel. Era ella: del color de la nieve cuando es iluminada por un rayo prófugo de las nubes, y su alma, enfocadas sólo en ese momento que se extendía el mismo tiempo que la noche lleva reinando su mundo, claro, ella contempla la escena a través de un pequeño espacio que no es cubierto por las persianas hueso, mientras que filtra su luz blanca que hace del cuerpo de ella una aurora de vapor.

 

 

Baja sus piernas hasta que las uñas sin barniz tocan la cama y, junto con sus suaves rodillas, forma dos triángulos. Ahora son sus manos del color del otoño decoradas con verde pistache las que bailan; luego se cansan y se aferran a la espalda que está encima de ella: grasosa, punzante, caliente.

 

Abre los ojos y admira la escena que, junto a él, forma. Sonríe de manera tan exagerada que poco a poco las mejillas sin rubor se adormecen y los labios caen sin fuerza.

 

Él la mira, sus ojos se pierden en la piel blanca como la espuma del mar que tiene debajo. Ella tiene los ojos bien abiertos y la nariz respingada. El frío se delata en la claridad con la que se aprecia su sangre recorriendo su torso: se congela. Él se pierde en dos promontorios bien bronceados, suaves como la arena clara que sus pies rozaron muchas veces cuando niño. Le gusta danzar sobre ella, admirar su rostro lleno de puntos que forma constelaciones sobre la piel rozada, y en donde más se aprecia ese color es en sus pómulos bien redondos, tan ruborizados que la hacen una muñequita de trapo recién fabricada. Su cabello castaño peinado en trenza, su piel pegada a los huesos…

 

 

Pese al movimiento, desde la frente hasta los dedos rojos de los pies se mantiene seca, sin una sola gota de sudor en todo ese contorno enriquecido de perfume. Su cuerpo es frágil, eso lo disimula con su boca y cejas alargadas, indicándole a él que es ella quien tiene el control de tan placentero ritual, pero no, es apenas una niña que está descubriendo el mundo, eso se ve en lo informe de su piel.

 

 

Un movimiento le hace sentir lo nunca antes experimentado, su himen desaparece y dentro de ella es depositada un líquido espeso, siente el calor, siente como su cuerpo lo asimila, lo acepta, lo vuelve parte de sí. El hormigueo que hace unos segundos se había marchado regresa y se agudiza tanto que recorre todo su tibio ser. Un par de lágrimas, el cosquilleo lacerante de ese momento le hace gritar con toda su fuerza, al principio siente algo de pena pero se ensimisma tanto que no nota que de ese grito sale el cantar de un ave.

De momento vuelve el silencio, de momento se aprecia su espalda del color de la noche, ella es una sombra que combina con el horario, no hay imperfecciones, su cabello no esconde su nuca pues éste apenas si es existe: tan rápido como nace acaba, las puntas moradas extrañamente le sientan bien.

 

Sus manos forman puños que se abren cuando se levanta -aun con ropa- para tapar bien la ventana y desvestirse sin pena de que él vea sus excesos, de las líneas que marcan su abdomen por todo el tiempo que pasa sentada, de su centro que se extiende más allá de los limites, de sus senos flácidos. Tiene la ventaja de que su cabello tapa las manchas oscuras de su cuello de cobre. Luego abre las ventanas para que la luz ilumine sus glúteos blancos, sus senos de miel: dulce empalagoso. Su cabello rubio, su boca rosa, sus pies oscuros.

 

Es una chica que pierde su virginidad. Es una diosa que clama placer.

 

Es… su imaginación, que hace de esa mano mil mujeres.

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