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Portada del libro "Paradoxia" de Lydia Lunch, imagen cortesía de Daniel Carpinteyro
Portada del libro "Paradoxia" de Lydia Lunch, imagen cortesía de Daniel Carpinteyro

Sobre la depredación como hábito de aprendizaje

Por Daniel Carpinteyro

Si usted ha tenido alguna vez ocasión de escuchar la voz de Lydia Lunch en piezas como “Orphans” o “Burning Rubber”, se preguntará cómo es que esas cuerdas vocales lograron soportar tales abusos sin decidirse a reventar.  Gritos estridentes y nasales, retumbando entre unas pocas octavas, encerrados en el mínimo rango vocal de una voz de cabeza. Ese sonsonete obsesivo,  a medio camino entre el canto y la recitación, tan propios del spoken word o palabra hablada es moneda corriente en cantantes como Lydia Lunch, Anne Clark, Henry Rollins y G.G. Allin. Pero entre todos ellos, es Lydia Lunch quien se retuerce con mayor soltura en las posibilidades melódicas del chillido, detrás del cual  se afirma, sin embargo, una actitud masculina en el sentido más despiadado. Con un ritmo acelerado mediante el uso predominante de frases cortas y precisas,  esta violenta voz es quien narrará esta lúgubre autobiografía intitulada Paradoxia: Diario de una depredadora.

Rochester, Nueva York, 1959: Una noche de sábado, en el asiento trasero de un Chevy de medio uso, Lenny, un estafador ebrio, se folla a  Lucy, una chica muy menor que él, quien se estremece entre llantos y bofetones.  El producto de esta escena se llamará Lydia Anne Koch.  Sufrirá constantes manoseos y asaltos sexuales por parte de su padre. A los trece años habrá estrellado un Mustang. A los trece años, para deshacerse de la sensación de las manos grasientas de su padre,  se habrá follado a la mitad de su colonia: Los dos hermanos que vivían cruzando la calle. Su primo. El ex Marine de la esquina. El viejo de la tienda de discos.  El inspector de salida del mercado local. El repartidor de pizzas. Su hermano mayor. Un par de sus amigos. La mitad de los hombres que había conocido pidiendo aventón. El vendedor de mota.

 Central de autobuses Port Authority, ciudad de Nueva York, 1975: Lydia baja el último peldaño del Greyhound. Huele a sudor y a orines. Tiene 82 dólares en la bolsa y el teléfono de la prima de un amigo. Sunny era una hippie de mediana edad de Woodstock. Vendía mota para pagar la renta. Le da hospedaje por tres días. Desde la primera noche se va a conocer “Mothers”, un club frecuentado por estrellas de rock, homosexuales y travestidos.

Se mueve de hotel en comuna, de sillón en cartón. Conoce toda índole de drogadictos, médicos vendedores de recetas para medicina controlada, estafadores, prostitutas, y artistas. Se deja chupar y manosear los pezones en concursos públicos de tetas. Se desmaya en callejones infestados de roedores. Se desgañita en el psiquiátrico de Bellevue mientras es sometida a criocirugía. Escapa.  Embriaga y desvalija hombres. Se hace mantener por un asesino, quien la respeta por ser una chica prudente, nada engolosinada con tanta maldita pregunta.

Aprende a diseccionar en capas la catarsis verborreica de los borrachos. Desarrolla un agudo cálculo prospectivo mientras los escucha,  monta o chupa.  Dilerea cápsulas de oxicodona y metacualona. Asiste a conciertos de rock en el “CGBT”, sentidos embotados por los barbitúricos, hipnóticos y  relajantes musculares combinados con el alcohol. Se salta comidas. Se perfecciona en el arte del fraude. De vez en cuando se muestra magnánima ante otros estafadores de mayor edad e impericia que ella. Aunque nunca ha leído una página de Hume, parece intuir que no existe identidad alguna que anteceda a la experiencia. Poseída por la codicia del botín empírico,  su memoria graba todo lo que ve, todo lo que siente mientras está viendo y experimentando. Se inyecta directo a la yugular todo lo que logra recabar de ese maremágnum de discursos alternativos y experimentales que pululan en  Nueva York.  No se le escapa una sola escena, un gesto, un ruido del ventilador, una partícula contaminada en las líneas blancas sobre el espejo.  Meserea. Vive en una comuna artística donde se gana fama como ladrona de almuerzos. Es apodada Lydia Lunch, mote que se convertirá en su nombre de batalla una vez que se encumbre en la escena de la música No Wave y del Cine de Transgresión.

“Paradoxia” es un término que implica la erupción del deseo sexual en un momento inapropiado de la vida. Esto se afirma en un tratado llamado “Psicopatía del Sexo”, publicado en 1886 por el alemán Richard Von Kraft-Ebbing, quien sería contradicho por el austriaco Sigmund Freud en 1905 en sus “Tres ensayos para una teoría sexual”, donde afirma que es un error creer que el instinto sexual aparece hasta el período de la pubertad. En efecto, hoy cualquiera puede consultar videos por ultrasonido donde el feto se ve claramente masturbándose. Sin embargo, la palabra “Paradoxia” parece sugerir en el título de la autobiografía un surgimiento precoz del deseo sexual, ligado al abuso paterno,  como detonador de una sexualidad descontrolada y voraz que fagocitaba todo cuanto se posaba en su camino. Vale la pena repetir que esta fría e impersonal voracidad la asocia Lydia al elemento masculino, y ella se convierte en su propio depredador para no ser depredada, lo cual, además, introduce en la ecuación una extrañísima paradoja digna de un estudio filosófico, un estudio psicológico y un estudio de género enfocado al tema de las masculinidades.

El libro se mueve en un ágil  flujo narrativo, dosificando las digresiones con pulso más que aceptable. Sin embargo, a cierta altura, el desglose de los encuentros sexuales pierde su efectividad y empieza a sonar reiterativo. Es el síndrome de la mayoría de las canciones de “Teenage Jesus and The Circle Jerks”, en las que difícilmente nos descubrimos cruzando umbrales de intensidad, sino que asistimos a un minimalismo de intensidades, cuando mucho binarias, contrapuestas en un sencillo plano aleatorio. Al igual que en los primeros relatos de Hunter S. Thompson, lo extensivo se encuentra en un profundo desequilibrio con lo intensivo, y los hechos relatados parecen más “puestos ahí” que “puestos en torno a algo” más allá del simple orden cronológico.  Aún así, Lydia sintetiza sus aprendizajes con la siguiente reflexión:

 

Me percaté de cuánta energía había despilfarrado en los demás. En los hombres. Hombres que nunca hubieran entendido que yo siempre habría querido más de lo que ellos eran capaces de darme.

Este pasaje se erige como un lógico y natural razonamiento a partir de ese cúmulo de aprendizajes experienciales,  que seguramente multiplicará el archivo empírico de la mayoría de sus lectores.

El libro incluye una introducción por el novelista Jerry Stahl (autor de Permanent Midnight, otra  biografía de sobreviviente llevada al cine con Ben Stiller en el protagónico) y un epílogo por Thurston Moore, ese  otro notable de la contracultura neoyorquina al frente de Sonic Youth.  Para darnos una idea del tono de nuestra escritora, justo antes del arranque de la biografía se lee la siguiente aclaración: “Ningún nombre ha sido cambiado para proteger a los inocentes. Todos son pinches culpables”.

Ponga usted, lector, en el estéreo, el disco recopilatorio No New York, y sumérjase sin ningún tipo de vacuna en el universo de esta destructora de hombres. Caminar entre las llamas siempre resulta vivificante para los sentidos. Tome sus notas, porque acechan mujeres de tal naturaleza, en la primera esquina,  esperando por usted con los colmillos afilados, así como también hay, en mayor medida, hombres esperando cualquier oportunidad para destruir mujeres. Uno de los atributos de la raza humana, inscrita en los reinos animales, es destruir al prójimo, en aras del festín o del recreo. Esta es la enseñanza de los grandes misántropos, tales como Thomas Berhard, Émile Ciorán, o Lydia Lunch.

Párrafo áureo:

Manipulación elevada a un Arte. Montarla en un escenario. Enfrente de una audiencia que, como los tipejos, pagaran por hora, por media hora o, en este caso, cada diez minutos. En vez de placer, venderles dolor. Mi dolor. Su propio dolor. Regurgitado y escupido de vuelta. Una plataforma pública para sicoterapia. Hazlos pagar por sentirse torturados. Asaltados. Abusados.

 

Lydia Lunch: PARADOXIA, A PREDATORS DIARY. Akashic Books, 2007. Nueva York, E.U.

Daniel Carpinteyro también habita en: www.ocioydiaspora.wordpress.com

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