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Foto de Rosana Ricárdez.
Foto de Rosana Ricárdez.

Por Rosana Ricárdez.

De vuelta al paraíso

Por un momento pensé que los fantasmas seguían ahí. Estaba equivocada, la verdad es que yo ya no estaba muerta. La crisis se esfumó en cuanto desperté. De nuevo, mi abuelo en la hamaca, la vaca pastando y el pan en mi mesa.

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Sala de espera

Tic, tac, tic, tac, tic, tac… cualquiera que haya estado en una oficina gubernamental de este país conoce el sonido que refiero. Tic, tac, tic, tac, tic, tac… Estaban sentados en la sala de espera. Esperaban… ¿la muerte?, ¿el ocaso?, ¿el nombramiento? Nada de frivolidades: ¡el número! Estaban reunidos sin quererlo. En esa oficina gubernamental que mataba sin querer o queriendo.  Las veces que me ha tocado estar ahí han sido aburridas. No aquélla. Dicen que, tras trescientos veinticuatro números y cuatro horas de espera, el abrasador sol ya traspasaba las ventanas, la cera de las veladoras a los santos se consumía derritiéndose, los lentes se empañaban del calor humano, las frentes sudaban, por nervios, cólera o desesperanza, los corazones latían tan lentamente que el sopor me hace recordar, cuando me lo cuentan, ese cliché de las películas del oeste (claro que nunca lo he presenciado, en mi pueblo puro sopor sin imágenes caricaturescas, puro sudor entre las piernas, pura fetidez de los zopilotes). Tic, tac, tic, tac, tic, tac… Los funcionarios se limitaban, me cuentan, a pasar número tras número hasta que a nuestro personaje le tocó. Turno trescientos veinticinco, tic, tac, tic, tac, tic, tac, turno trescientos veinticinco, se volvió a oír la voz ronca, seguramente de una Señora Amabilísima con una torta al lado y un refresco de dieta, turno trescientos veinticinco. Irineo oyó y se levantó lo más rápido que pudo. El marcado sudor de sus pantalones caquis dejó imaginar, a los recién llegados a la sala, las horas de espera que debían transcurrir hasta su turno. Pero decía, según me contaron, que se levantó lo más rápido que pudo. Al ya no pensar cuerdamente tras las horas de espera su cerebro debió escuchar a lo lejos la voz de la Señora Amabilísima y, para el tiempo que logró conectar con sus piernas… los segundos transcurrieron. Tic, tac, tic, tac, tic, tac…

Alcanzo a escuchar el sonido de chicle, imagino tutti fruti, de la Señora Amabilísima, ralentizado sólo por el sopor de la sala pese al ventilador, encendido por ella, que da en la espalda a los demás empleados.

Quizá lo recibió con un reproche acerca de lo que muchos matarían por su turno y los zoquetes que hacen esperar. Quizá Irineo sólo correspondió aludiendo al buen sentido del humor de la señora y se apresuró a conjeturar que, tras los meses de espera, sus papeles se habían perdido. Quizá en realidad fue una conjetura que se convirtió en pensamiento y de allí fue fácil trasladarlo a la boca, previa conexión con el cerebro, puesto que la Señora Amabilísima aseguró que allí no se pierde nada salvo con los demás empleados. Más allá, aludió a la falta de perspicacia de Irineo pues era sencillo deducir que si no había recibido llamado alguno era porque no había trabajo para él. Irineo pensó dos milésimas de segundos más que la vez anterior para abrir la boca, pues poco importaría –ahora lo sabía– agregar que su hermano había enfermado meses atrás, que la urgencia de trabajo respondía, entre otras cosas, al costo de la diálisis que le había hecho contraer algunas deudas, impagables desde hace ya dieciséis semanas.

El bla, bla, bla, bla común en esos casos llegó de súbito a oídos de la Señora Amabilísima. En ese momento, Irineo sacó el cuchillo pero no la lastimó, el vidrio entre los dos se interpuso y sólo la asustó. A Irineo no le dio tiempo de correr. Los demás comenzaron a hablar entre sí. Pero quizá nadie se alarmó por lo cotidiano de esas reacciones. Irineo comenzó a correr en la sala. El sudor de la entrepierna subió y brotó a chorritos por la frente, las mejillas, las manos, seguramente los pies… eso imaginan los que me contaron.

Aunque los demás hubieran hecho lo mismo, de permitírselos el pudor o la falta de agallas, el único que padecía esquizofrenia desorganizada era Irineo. El único que no aguantó el sólo error de haber nacido aquí, donde, se sabe, no hay espacio para él.

Tic, tac, tic, tac, tic, tac… Un nuevo día: turno veinticuatro, turno veinticuatro, tic, tac, tic, tac, tic, tac… Hay muchos que matarían por su turno y todavía hay zoquetes que hacen esperar [ahora alcanzo a escuchar el sonido de chicle, imagino sabor plátano, de la Señora de Responsable, apellido de casada, ralentizado sólo por el sopor de la sala pese al ventilador, encendido por ella, que da en la espalda a los demás empleados de esta otra oficina, según me contaron].

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