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Por Jorge Majfud

 

Llegaron siete muchachos a la cancha de squash del gimnasio. Dos de apariencia asiática, dos afroamericanos y tres blancos. Pusieron música y se pusieron a bailar B-boying, break-dance, o algo que mi ignorancia no sabe calificar. Dejé la pelota con la que trataba de enseñar a mi hijo soccer (fútbol de verdad, el “deporte arte”) y nos sentamos a mirarlos.

Los muchachos ensayaron movimientos que en cualquier concurso de baile serían al menos espectaculares. Una demostración admirable de hasta dónde puede llegar el cuerpo humano.

Sobre todo eran eso: perfectos. Cada acrobacia era simplemente espectacular, como realizadas por habitantes de otro planeta donde casi no existe la gravedad.

Noté algunas particularidades que me llamaron la atención. Cada uno de los siete muchachos esperaba su turno para ocupar el centro en la brillante cancha de parquet. Cada uno realizaba una rutina espectacular durante un minuto y luego se retiraba contra la pared. Invariablemente sacaba el teléfono de su mochila y chequeaba algo, tal vez algún mensaje. Esta operación la repitieron casi todos, casi todas las veces que acababan su rutina. Aparentemente todos estaban esperando un mensaje muy importante.

La segunda observación se relaciona a la expresión anímica. Ninguno se rió nunca. Algo que es común y hasta una obligación en otras formas de danza estaba ausente, no por alguna atmósfera de tristeza o melancolía sino por un perfecto ejercicio de indiferencia.

Tercera: aunque llegaron juntos y conversando, tampoco se dirigieron la palabra, una mirada o un gesto manual mientras bailaban o se dejaban admirar. En el rostro de cada uno persistía la inexpresión sin tregua. Ni siquiera se podía leer algún gesto negativo, algo oscuro como sus chaquetas negras que se sacaban y se ponían a pesar del calor tropical de Florida y del aire acondicionado, moderado como nunca. Nada.

Obviamente este tipo de baile no deja ningún lugar a la sensualidad. No sólo sus rostros reflejaban inexpresión, no sólo sus cuerpos parecían máquinas o fríos profesionales, sino que la misma naturaleza del baile no deja lugar al diálogo con otro bailarín y mucho menos al contacto sensual de una mujer, como en el tango.

La expresión de sus rostros era la misma de Terminator de Arnold Schwarzenegger.

Sin embargo, esa expresión cultural, esa muestra del espíritu americano de nuestra época que se ha expandido de diversas formas a casi todo el mundo (hiperconectada pero autista, espectacular pero mecánica, voyerista y narcisista), pertenecía a siete muchachos que bien podían ser mis estudiantes. Y yo los conozco:

 

“son tan seres humanos y están tan deshumanizados como cualquiera de nosotros, como cualquiera de los muchachos de América Latina, de Europa o de Asia.”

 

Igual que todos, ellos creen que saben lo que hacen, que su vida es más interesante que la de sus padres y de sus abuelos, más clara o al menos preferible a la de otros muchachos de otras culturas y otros continentes. Pero no. Sus vidas son tan confusas y admirables, tan ingenuas y tan interesantes como la de cualquiera.

Y ellos, como los otros, se siguen perdiendo el espectáculo de lo que no conocen y probablemente nunca conocerán: lo realmente diferente.

 

Mayo 2011

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